Entre las más estrechas vinculaciones que la Orquesta Sinfónica de Galicia ha mantenido a lo largo de su historia con directores invitados, sobresale la forjada desde hace diez años con el neoyorquino Andrew Litton. Con un prestigioso historial como titular en las orquestas de Bournemouth, Bergen, Dallas, Colorado y actualmente el New York City Ballet, Litton atesora un impresionante bagaje que ha ejercido una influencia notable en el desarrollo y evolución de la OSG a lo largo de sus frecuentes visitas. Litton se ha distinguido en cada ocasión por diseñar programas que logran un excelente equilibrio entre lo tradicional y lo innovador, realzando siempre al máximo el virtuosismo de la orquesta.
Esta excepcional química se hizo una vez más patente. Litton exhibió su sempiterna energía y su talento único para extraer lo mejor de cada partitura. Sin embargo, el Concierto para viola de Walton no fue un reto fácil. En el Andante cómodo, a pesar de una convincente recreación de la otoñal introducción, la solista Katharina Kang Litton mostró una cierta dificultad para integrar su voz en el discurso orquestal. El hecho de que la plantilla fuese más reducida de lo habitual no fue suficiente para permitir llegar al ansiado equilibrio, hasta el punto de que los dos grandes clímax del movimiento parecieron desvinculados del discurso del solista. Los tempi –siempre una complicada decisión en este movimiento– fueron igualmente problemáticos. Litton huyó de las concepciones más habituales en la actualidad, expansivas e introspectivas, optando por un tiempo vivo –próximo a la idea del propio compositor– que restó claridad a la interpretación.
Afortunadamente, los dos siguientes movimientos fueron mucho más exitosos. El Vivo molto preciso fue toda una exhibición de virtuosismo por parte de Kang quien se movió como pez en el agua en la vibrante tarantela sobre la que la orquesta crea un sincopado acompañamiento. Incluso el movimiento fue recibido con aplausos del respetable. Finalmente, el Allegro moderato, que funde el modernismo años veinte de su Scherzando con la más caduca nostalgia –nacida directamente del arcaico mundo de Elgar–, fue más recatado en cuanto a dinámicas, trazando Litton unas acertadas texturas, muy cuidadas en su énfasis y con un muy claro sentido de dirección. Si en el concierto, Kang deslumbró por su sonido cálido y noble, en la propina demostró aún más si cabe su excepcional virtuosismo con un excitante Quinto capriccio de El violín rojo de John Corigliano.
A continuación, Litton planteó la Segunda sinfonía de Rachmaninov. Disfrutarla de su mano fue una magnífica alternativa a las versiones, objetivistas en exceso, que hemos escuchado a Slobodeniouk en temporadas pasadas. En el Largo inicial, Litton y sus músicos caracterizaron a la perfección el sombrío y melancólico escenario, desarrollando sabiamente la transición hacia el dramático y apasionado Allegro. Litton, hiperactivo en el pódium, trazó a la perfección un amplio rango dinámico, al que la orquesta respondió con flexibilidad pasmosa. En el Scherzo, cuerdas y maderas dieron una lección de agilidad y musicalidad, lo que permitió a Litton dar vida a una impactante alternancia entre los pasajes más vigorosos y los momentos líricos. Era el Adagio el momento más esperado de la noche y las expectativas se colmaron ampliamente.

El crucial solo de clarinete, realzado por la excelsa expresividad y musicalidad de Juan Ferrer, fue el mejor anticipo de una interpretación de una profundidad emocional y sensibilidad como pocas veces se puede escuchar en esta obra. Alejado de cualquier retórica, Litton mantuvo un tempo estable y reflexivo, permitiendo que la música fluyera con naturalidad. Tras el estallido orquestal del clímax, tan esperado después de semanas de restricción brahmsiana, la sección final, en la que Litton esculpió el cantabile de los violines cara a cara, extrayendo una calidez y un color fuera de este mundo, transportó al público a otra dimensión. El Allegro Vivace resolvió las tensiones acumuladas en los movimientos anteriores, culminando la noche con una sensación de plenitud y realización completa.