Un agosto más la ciudad de Santander se convierte en una de las capitales musicales europeas de la mano de su Festival Internacional, el FIS. Sus directores, Valentina Granados y Jaime Martín han diseñado una muy diversa y atractiva programación que, a lo largo del mes, engloba todo tipo de acontecimientos musicales: sinfónicos, camerísticos, recitales, música barroca, creación contemporánea, danza, etc. Entre los conciertos orquestales destaca la presencia, por segundo año consecutivo, de la London Symphony Orchestra con su titular, Sir Simon Rattle, hoy por hoy, para muchos, la primera batuta del mundo.

Rattle ofreció en su primera velada un programa que reunió tres mundos musicales muy alejados en el tiempo y en el espacio, pero que su ecléctica batuta puede afrontar con absolutas garantías. Si alguno apriorísticamente podría haber pensado que la Sinfonía núm. 86 de Haydn iba a ser un aperitivo rutinario, nada más lejos de la realidad. Desde los primeros compases del Adagio-Allegro spiritoso la interpretación fue un puro deleite en el que la transparencia y precisión de la orquesta se puso al servicio de la concepción de un Rattle transfigurado. Dirigida, como es habitual en él, de memoria y separando violines primeros y segundos a ambos lados del escenario; la interpretación fue mucho más allá de una perfeccionista recreación, para convertirse en una lección magistral de musicalidad y sensibilidad. Es bien conocida la predilección de Rattle por el compositor austríaco, pero es cierto que pocos directores tienen el talento y la clarividencia necesaria para dar vida a un viaje musical de tan indescriptible preciosismo. El movimiento lento Capriccio hizo que el tiempo se detuviese, por la belleza de su fraseo, técnicamente impecable y al mismo tiempo de una naturalidad pasmosa. En toda la obra asistimos a cambios de dinámicas perfectamente graduados y a un diálogo entre secciones de una levedad y claridad abrumadoras. El Menuetto, el movimiento más convencional de los cuatro, exhibió una penetrante personalidad y, como conclusión el Allegro con spirito final desprendió fluidez, energía y, no menos importante en Haydn, raudales de humor.

La Guía de orquesta para jóvenes de Benjamin Britten se está convirtiendo en una obra recurrente en la programación de las orquestas. En mi caso, se trataba de la tercera ocasión en que la escuchaba en el último año. No fue una sorpresa que la versión de la LSO resultase entre ellas clarividente. Tras la exhibición de sutileza haydiniana, la exposición del tema de Abdelazer nos trasladó a un mundo sonoro en el que la sustancia musical pasa a un segundo plano ante la inmensa exhibición de virtuosismo orquestal que el compositor exige a todas y cada una de las secciones orquestales. Se trata de una partitura hecha como anillo al dedo para los músicos de la LSO. Una asombrosa mezcla de juventud y veteranía que, sin embargo se fusionan en una fascinante cohesión. Maderas, cuerdas –con una soberbia contribución del arpista de la orquesta–, metales y finalmente los instrumentos de percusión, ofrecieron un catálogo de posibilidades, sabiamente moldeadas por Rattle. A pesar del tiempo moderado que impuso, la interpretación nunca resultó episódica. Los contrapuntísticos pasajes finales resultaron de una claridad y transparencia tan reveladora como su impacto.

El viaje espaciotemporal diseñado por Rattle nos retrotrajo en la segunda parte a la Rusia de principios del siglo XX, en concreto a una de sus partituras predilectas: la Segunda sinfonía de Rachmaninov. Esta obra siempre ha sido objeto de su atención, como bien refleja su referencial grabación con la Orquesta de Los Ángeles realizada en los remotos ochenta (1981). El amplio Allegro moderato inicial fue una absoluta exhibición de Rattle, quien, sin caer nunca en el histrionismo, transmitió a los músicos todo tipo de matices y contrastes. Un vibrante y mecanicista Allegro molto dio paso al célebre Adagio. Más allá de su romanticismo febril, acentuado sin complejos por el director, fue la excusa perfecta para exhibir una paleta orquestal de una riqueza abrumadora. El Allegro vivace final es probablemente el movimiento más problemático por su forzada efusividad, sin embargo Rattle imprimió un tiempo vivo y un carácter extrovertido que hizo que la exuberante coda resultase plenamente creíble. En su conjunto, no fue la lectura más próxima al espíritu eslavo que uno podría imaginar, pero sí una interpretación que venció y convenció al público por su perfección técnica y sinceridad.

El alojamiento en Santander de Pablo Sánchez Quinteiro ha sido facilitado por el Festival Internacional de Santader.

*****