Una buena campaña de marketing es capaz de llenar una sala de espectadores. Pero, una vez creado el entusiasmo y ocupados los asientos, es necesario que el ritual proponga una fuente de interés, que lo mantenga constante, y que transcurra en una distribución de equilibrios hasta alcanzar un final climático. El interés ya lo tenemos creado en este concierto; por una lado Víkingur Ólafsson, un talento protegido por la Deutsche Grammophon; y por otro, las Variaciones Goldberg, como saben, una obra cumbre del repertorio para teclado, cuya gran dificultad no estriba simplemente en la resolución mecánica de sus conflictos técnicos, sino en la manifestación propicia de una forma impecable, que no admite licencias sin menoscabar su estructura narrativa.

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Víkingur Ólafsson
© Elvira Megías | CNDM (Centro Nacional de Difusión Musical)

En la primera dificultad parece aprobar con nota el pianista islandés. Sin movimientos exagerados, y con una actitud gestual muy apropiada para el teclado barroco, despachó con genialidad y solvencia los entresijos mecánicos de esta partitura, produciendo un sonido que cuenta con la expansión entre sus virtudes y, tal vez, con la exageración entre sus defectos. Se le reconoce, como a todo aquel que afronta esta obra de arriba a abajo, el mérito de memorizarla y expresarla durante casi una hora y media procurando dar lo mejor de sí, y también la habilidad manifiesta para tocar las variaciones más rápido que todos los demás.

Claro es que el artificio es el principal enemigo del contenido, y se entiende que no hemos profundizado mucho en el segundo cuando le damos toda la importancia al primero. La obra se percibió correcta en la expresión durante su primera mitad, con interesantes diálogos contrapuntísticos, generosos contrastes y notables transiciones; y también con un sonido que podía haber contentado por igual a los paladines de la interpretación histórica y a los defensores de las corrientes menos rigurosas, si bien no siempre es fácil que estos extremos contemporicen siempre. 

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Víkingur Ólafsson en el Auditorio Nacional de Madrid
© Elvira Megías | CNDM (Centro Nacional de Difusión Musical)

El suyo fue un problema de orientación estructural y de equilibrio entre secciones que comenzó a perfilarse con mayor claridad a partir de la segunda mitad. Es cierto que en cualquier diseño narrativo, una suerte de segundo acto debe generar una comedida relajación de la tensión, pero también lo es que no debe descompensarse la estructura otorgando un énfasis demasiado superior a una sección sobre otras. Esto ocurrió en las variaciones más lentas, alguna de las cuales rondó los diez minutos.

A raíz de aquí, el acto final de la obra se sucedió a toda velocidad, encabalgando una y otra variación sin sutilezas conjuntivas, y con un abordaje estético que se encontraba más cercano a los estudios más fogosos de Chopin o de Rachmaninov que a los afectos expresivos de Bach. No importa demasiado que una obra compuesta para un clave de dos teclados, una espineta o un virginal se interprete en un piano de cola ante una audiencia de dos mil personas, pero aplicarle un ataque tan decididamente agresivo a esta partitura le resta verosimilitud a la interpretación, y genera un desequilibrio que, en el contexto formal, hace que se tambalee toda la obra.

Con todo, recibió el pianista islandés una cálida acogida y se marchó agradecido y satisfecho, tras realizar una alocución en inglés sobre la magnífica experiencia que supone tocar en el Auditorio Nacional y en su magnífico piano.

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