“París bien vale una misa”: este dicho tiene origen en el que habría de ser el futuro rey Enrique IV, hugonote en origen y obligado a convertirse al catolicismo para poder acceder a la corona de Francia. Se nos permita la pequeña broma para introducir el peculiar carácter de esta gran obra bachiana. Porque, a pesar de estar catalogada como Gran misa católica en el inventario de su hijo Carl Philipp Emanuel y contener las partes canónicas para ello, no es probable que Bach la concibiera con esa intención; porque a pesar de conocerla también como Misa en si menor, solamente algunos de los números son en esa tonalidad; y porque además, como ha quedado aclarado de forma más bien definitiva, es una obra compuesta por retazos de otras obras del propio Bach, usando el procedimiento de la parodia. Y a pesar de todo ello, esta obra ha de considerarse como uno de los ejemplos más excelsos de la música (religiosa o coral, podríamos decir, pero tal vez sería insuficiente) de todos los tiempos. Y para que su re-producción esté a la altura de tanta excelencia, son necesarias esas cualidades que el Collegium Vocale Gent demostró poseer con creces.

El grave coro inicial del Kyrie nos sumergió desde el principio en la atmósfera adecuada: con tiempos pausados y ahondando en la solemnidad de las palabras, arrancó el coro en los compases iniciales para luego dejar el lugar al pasaje introductorio instrumental, donde se percibió un sonido equilibrado, bien empastado, sin excesos, pero capaz de enriquecerse en cada frase acrecentando su sentido. El duetto del Christe eleison vio la primera intervención de las dos sopranos, Dorothee Mields y Hana Blažíková, en una melodía más liviana que el momento anterior, sumamente elegante y acompañada por los violines. Las dos voces se combinaron bien, enfatizando los reenvíos de los motivos, así como matizando con sutileza los pasajes al unísono. El coro del Kyrie retomó los anteriores tonos graves con igual eficacia, cerrando el primer número.

El Gloria comenzó con algunos problemas: el sonido del primer tutti más vivaz sonó algo confuso, el fraseo del coro tampoco fue especialmente claro y la cuerda intentó poner orden, aunque con fatiga. En todo caso, estos desajustes solamente afectaron a los dos primeros coros, mientras que a partir del aria Laudamus te con Hana Blažíková todo quedó bien asentado. El aria es realmente un duetto entre la soprano y el primer violín y, entendido en ese sentido, el discurso se enriquece notablemente, aunque, por momentos, se hizo algo difícil escuchar a la cantante checa, sumergida por el sonido orquestal. Pero desde este punto en adelante, pocos reproches se podrían hacer a la formación belga. Los coros sonaron con una intensidad poco habitual, sabiendo plasmar lo que distingue a cada uno de los momentos. Las intervenciones solistas estuvieron muy acertadas y cabe especialmente destacar al contratenor Alex Potter, impecable en todas sus intervenciones. El bajo Kresimir Stražanac brilló menos en Quoniam tu solus Sanctus, junto a la trompa de Bart Cypers, algo vacilante en ese complicado rol que Bach le asignó.

El Credo presenta dos caras: la primera más ligada a la exaltación de Dios, mientras que la segunda, a partir del Et incarnatus est –en el que la línea del bajo continuo se lució en todo su esplendor– más íntima e intensa. Claramente esta parte fue más tocante, y se alternó bien con el más brillante Resurrexit así como con los tonos más contemplativos del coro final. Para el Sanctus, Philippe Herreweghe cambió la disposición del coro para enfatizar el carácter polifónico de este número, en el que el Hosanna está escrito para una partición a ocho voces del coro. El Agnus Dei final nos brindó otra excelente intervención de Potter, así como el coro conclusivo, que fue realmente conmovedor, por su apacible calma, su sonido cristalino, su magnetismo, del que aquí no nos vemos siquiera capaces de devolver una mínima parte.

Los méritos son ante todo de Bach, que, a pesar de todos los pesares ligados a la explicación histórico-conceptual de esta gran obra que se recordaban al inicio, tiene la fuerza para hacernos prescindir de dicha explicación. Más que un conjunto de retazos, nos gusta pensar que se trata de una antología pensada por el propio Bach desde el máximo de su madurez y sabiamente hilvanada para un resultado colosal. Pero los méritos son compartidos: así que hay que subrayar la maestría, el oficio, el rigor, la delicadeza y el buen gusto del Collegium Vocale Gent y de su director. Herrewege es un maestro en el sentido de saber adoptar soluciones y plantear enfoques que, aun de forma rigurosa y fidedigna al texto, son capaces de exaltar la música y a los intérpretes. Y probablemente que no pueda existir un servicio mayor a la música y a Johann Sebastian Bach.

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