No hay mayor sorpresa que la de rebuscar en lo conocido. Se podría bien aplicar esta sentencia a las Suites para orquesta de Bach, ya que constituyen un corpus con páginas tan notorias como el Aria de la Suite núm. 3 o la Badinerie de la Suite núm. 2, y al mismo tiempo enigmáticas en lo relativo a su gestación y de interpretación no tan habitual. Cada Suite es un mundo en sí y cada uno de sus números contiene una infinitud de detalles que nos asombran; a ello le unimos además la vivacidad de las danzas de inspiración francesa que componen las obras. Son estos los ingredientes que hacen que estas Suites sean fascinantes cada vez que las escuchamos y que también sean exigentes en su interpretación.
Enfrentarse a ellas requiere, por un lado, un conjunto bien amalgamado, unas partes solistas brillantes, por otro, y además una dirección musical especialmente atenta en enfatizar los ritmos de danza que subyacen a las piezas e imprimir los matices tímbricos que caracterizan la singularidad de cada Suite. Vaya de antemano que la Orquesta Barroca de Sevilla posee estos elementos y la dirección de Giovanni Antonini fue expresiva y cuidadosa. Los compases de la Primera suite mostraron una afinación certera del conjunto, con un sonido amplio balanceado sobre el bajo y de solemne gravedad, faltando empero en cierta luminosidad de la cuerda, especialmente en las danzas más ágiles, aunque brilló la sección del viento madera, en particular el fagot de Alberto Grazzi, superando virtuosamente los exigentes pasajes. En todo caso, Antonini hiló de manera coherente los varios números de la Suite con unos tempi moderados y primando un fraseo conciso y de corte nítido. La Suite en si menor, de tintes más melancólicos e íntimos, vio la presencia del flautista Rafael Ruibérriz. Aun sin llegar a poder considerarse un concierto para instrumento solista, la flauta tiene un lugar destacado con las consecuentes dificultades que ello entraña. Ruibérriz mostró sus habilidades tanto en la entonación como en la agilidad, y el empaste con la cuerda logrado por Antonini fue delicado, pero sustentado por una sólida línea de bajo como se pudo apreciar en la Polonaise.
Para las dos Suites conclusivas, ambas en re mayor, se añadieron las trompetas y los timbales, y el clima majestuoso y festivo alcanzó su cénit. Las sonoridades se equilibraron hacia las latitudes resplandecientes, ricas de resonancias, con unas trompetas atinadas (excepto alguna salvedad en la entonación, por lo demás difícil de evitar con instrumentos de época) y el tejido contrapuntístico encajó de manera precisa, en un rico juego de contraste. También hubo momento para las sutilezas, como en la célebre Aria de la Tercera suite, en la que el diálogo entre la concertino Lina Tur Bonet y el acompañamiento del clave de Alejandro Casal desgranó todas las filigranas entre línea melódica y una ornamentación sobria y elegante. Y si en la primera parte Antonini había optado por tiempos más sosegados, en la parte conclusiva, con la máquina bien engrasada, elevó las revoluciones en un ejercicio de gran virtuosismo orquestal en el que la habilidad de los solistas bien se integró en el conjunto y la pujanza rítmica se conjugó de forma notable con el entramado polifónico.
Antonini y la Orquesta Barroca de Sevilla ofrecieron una integral de estas Suites bachianas construida con criterio, sin perder de vista el trasfondo originario del mundo de la danza sobre el que se apoyan estas composiciones, pero mostrando su sublimación a través de un ejercicio mucho más sustancioso que el de la mera música cortesana como el que aquí obra Bach. Así, este concierto extraordinario de Universo Barroco confirmó a la formación sevillana como un conjunto de primer nivel en un repertorio que nunca nos deja de sorprender.