“Salvaré la música clásica”. Con esta frase, pronunciada hace quince años en una entrevista, Teodor Currentzis se convertía en el provocador oficial del siempre especial colectivo de los directores de orquesta. Desde entonces, ha construido una marca personal a través de una combinación de arrogancia y extravagancia, más al modo de las estrellas de la era dorada del rock, que del encorsetado mundo de la sinfónica. Pero no nos confundamos. Lo que hace tan polémico e interesante a este maestro no son sus singularidades extramusicales, sino un estilo de dirección extremadamente personal, que algunos tildan de genial, otros de tramposo, y del que ha dado una muy clara exhibición en el último concierto que ha organizado La Filarmónica en Madrid.
Comencemos por el grueso del programa, por su Primera de Mahler. De modo general, se podría decir que Currentzis ignora su componente existencial, es difícil encontrar en su interpretación lo espiritual, la metafísica, el absoluto; todo eso que para muchos de nosotros constituye la esencia de un buen Mahler. Su lectura apuesta por la sorpresa y el desconcierto –continuamente se echa de menos la partitura para legitimar los nuevos sonidos que escuchamos en una obra que creíamos conocer al dedillo– pero, sobre todo, por una interpretación energética y vibrante. Es una concepción menos filosófica y más orgánica, acertada si olvidamos prejuicios y nos dejamos seducir. Una actuación tras la que seguramente nadie acabe espiritualmente transformado, pero sí energizado y con ganas de entrar en acción.
La parte más personal de esta sinfonía ad libitum llegó en el tercer movimiento, en la marcha fúnebre. En vez de abordar la lectura tradicional, basada en el contraste entre lo grotesco y lo hermoso, Currentzis construyó un movimiento dignificado y abstracto, sin rastro de parodia ni de azúcar. Un enjambre de sonidos tras los que se pierde gran parte de la narrativa, rubatos exagerados que enmascaran el paso del desfile y un deleite en el sonido de las cuerdas, que priman la forma sobre el fondo. Lo que para cualquier otro hubiera sido un pecado imperdonable, a este provocador de ideas claras la funciona perfectamente.
En la primera parte de la velada pudimos disfrutar de Strauss, de una Muerte y transfiguración menos transgresora, pero igualmente atractiva. Aquí dominó también lo orgánico, irradiado desde el atlético cuerpo del propio Currentzis que, más bailarín que director, escenificó con sus movimientos el viaje desde los estertores a los cielos. Como un solo organismo, la SWR Symphonieorchester demostró su estupenda calidad y total complicidad con su director. A golpe de pulsos y latidos, se creó una incesante tensión creciente hasta un final luminoso, de potentes tintes dramáticos.
Parafraseando sus propias declaraciones de hace tres lustros cabría preguntarse si este maestro de aires punk está intentando salvar a Mahler con esta particular lectura. Sinceramente, no hay nada de lo que tener que rescatar al compositor bohemio, salvo de una interpretación mediocre y olvidable. Y en esta tarea, sin duda, Currentzis triunfa. Como mínimo despertándonos curiosidad y asombro con sus ingenios performativos pero, sobre todo, certificando que la música clásica siempre admite altas dosis de creatividad y genio. Y en esto, precisamente, puede estar su salvación.