Aunque las cualidades pianísticas de Vladimir Ashkenazy son mundialmente conocidas y ha dado sobradas muestras de ellas a lo largo de su extensa trayectoria, el día 25 de abril este músico octogenario, a la batuta de la Philharmonia Orchestra (prestigiosa y reconocida formación allá donde las haya), tuvo a bien obsequiar al público del Auditorio Nacional de Madrid con un concierto que presentó, por decirlo de alguna manera, sus luces y sombras. Sin lugar a dudas, siempre resulta sorprendente la dirección de este maestro pero, en cualquier caso, la energía y cercanía hacia el público son uno de sus sellos de identidad.

Mar en calma y viaje feliz, Op.27 de Mendelssohn inauguró esta velada, en donde la placidez y el sosiego inicial brillaron notablemente. Fue aquí donde la orquesta consiguió “meterse en el bolsillo” a unos oyentes expectantes que, quietos como las olas descritas en el Meeresstille (Mar en calma) de Goethe, se dejaron llevar por la riqueza tímbrica de esta composición. La descripción de este cuadro, con una calma inicial abrumadora en la que la orquesta logró un perfecto equilibrio, se tornó en algo más sombría, con falta de claridad, cuando comenzó a desdibujarse con el susurro del viento y las olas partidas de ese Glückliche Fahrt (Viaje feliz).

Seguidamente, un público atento vio aparecer a la pianista Elena Bashkirova para interpretar el Concierto en do mayor, núm. 21, K467 de Mozart. Como sabemos, un concierto para solista y orquesta es la suma de ambos protagonistas y no las capacidades independientes de cada uno de ellos. La composición escogida (en la que la chispa y la genialidad del autor salzburgués brillan tras cada nota) pasó casi inadvertida entre las manos de la solista, ante una aplastante falta de complicidad entre la orquesta y ella (clamorosa en el culminar de la cadencia del primer tiempo y la entrada del tutti). Sí es cierto que la pianista Bashkirova mostró un sonido cuidado y definido, marcado por el control y la delicadeza. Sin embargo, esa atmósfera buscada, en donde parecía querer esgrimir una paleta variada y rica, acababa empañada por una orquesta que, paralelamente, presentaba el mismo concierto de manera independiente. Rayos de luz parecieron asomarse al inicio del segundo tiempo, pero quizás por distintas maneras de comprender el conjunto de la obra, finalmente esta no centelleó en toda su totalidad. Por supuesto, las toses de la Nacional hicieron su acto de aparición. Notorias, entre el primer y segundo movimiento; ahogadas, entre este último y el trepidante rondó. Y es que es así: las toses en la Nacional se convierten en (indeseadas) protagonistas. Los aplausos (aunque no exultantes) llevaron a la pianista a interpretar el Rondo en re mayor, K485 de Mozart.

Las Variaciones Enigma, Op.36 de Elgar ocuparon la segunda parte del concierto, y en ellas sonó el imponente órgano del Auditorio Nacional. La orquesta dejó ver por qué es una destacada agrupación de éxito en la actualidad, con unas maderas y unas cuerdas que acapararon la atención. En el total, de las catorce variaciones que componen esta creación, fueron la novena y la decimotercera las que resaltaron con mayor esplendor. A pesar del acertijo que supone la obra, del tono jocoso con el que el compositor llegaría a destacar un tema oculto en ella –que no se tocaba–, la Philharmonia Orchestra supo sacar el máximo partido de esta creación y cerró el concierto de manera sobresaliente. Lástima que –a pesar de los vítores– no se animasen a bisar. Ashkenazy, sonriendo cálidamente al público y no sabiendo ya como expresar que no iba a haber “propina”, se despidió mientras animaba a los integrantes de la agrupación a que hiciesen lo mismo. En definitiva, todo un grande que ha demostrado que el peso de los años no son más que eso, un número escrito en papel que en nada se corresponde con la vitalidad personal.

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