Recibimos los asiduos de la Serie Barbieri de Ibermúsica la visita de la singular Royal Philharmonic Orchestra, con dos conciertos, en principio, exultantes de vitalidad, fogosos, arrebatados y trágicos, incluyendo el primero obras de Sibelius, Bruch y Prokofiev. Músicas dispares, qué duda cabe, que no tendrían que ofrecer graves problemas a una formación que se precia de abarcar un repertorio amplio de música sinfónica. Nos traía en este primer encuentro a la violinista Esther Yoo, a quien correspondió ofrecernos el maravilloso concierto de Bruch. Deutsche Gramophon ha publicado recientemente un álbum en que la violinsta y la Royal Philharmonic interpretan el mismo concierto, de donde podemos presuponer un amplio trabajo previo de conocimiento mutuo y de intercambio de ideas musicales.
Por eso nos sorprendió que la interpretación de este concierto no tuviera el magnífico impacto que podríamos haber esperado. No quiere esto decir en ningún caso que se tratara de una interpretación menor, pero sí que la impresión general se mantuvo durante la mayor parte del tiempo en el marco de la suficiencia, en lugar de en la excelencia. No cabe duda de que se trata de un concierto archiconocido, que probablemente todos hemos escuchado a las grandes figuras, de donde tal vez pueda surgir el sesgo por comparación, pero si omitimos el recuerdo de estas leyendas nos sigue quedando una interpretación templada en la expresión, e imperfecta en el fraseo y en el ritmo. Destacamos la delicadeza del sonido de Yoo y una técnica notable para resolver la mayoría de los desafíos técnicos establecidos en la partitura, pero también nos llamó la atención la disparidad en el criterio sonoro entre la emisión de la violinista y la que producía la orquesta, bien comandada por Vasily Petrenko. Concedió Esther Yoo memorables momentos expresivos al comienzo del Adagio, y otros más espectaculares en la resolución de los pasajes veloces del Finale, no siempre emitidos con la deseable claridad.
No entendemos muy bien por qué razón decidió la solista, al término de un concierto de la envergadura expresiva del de Bruch, interpretar de propina la simplona, aunque efectista, pieza de Henri Vieuxtemps Souvenir d'Amérique, que no es más que una serie de variaciones más o menos virtuosas de la canción tradicional Yankee Doodle. Con ella consiguió disipar el recuerdo de la obra principal. Ovaciones y bravos, en todo caso, al término de esta vertiginosa propina.
Nos encontramos nuevamente frente a la orquesta tras el descanso para interpretar una inconexa selección de las dos suites de Romeo y Julieta de Prokofiev. Salió la orquesta bien reforzada y se presentó con la pieza más conocida del conjunto –ya saben, los Montesco y los Capuleto–, sacando de entrada toda la artillería de percusión y metales para conseguir un sonido espectacular y homogéneo que nos dejó francamente impresionados. Se mostró mejor el conjunto en esta segunda parte, con indicaciones más claras en la dirección para permitirnos percibir la maestría de la escritura instrumental de Prokofiev, pero sin perder de vista el discurso general sinfónico. El problema, por tanto, no fue de ejecución musical, sino de planteamiento estructural. Las obras de Prokofiev, aún cuando están compuestas por pequeñas piezas extendidas en el tiempo –como es el caso de las Visiones Fugitivas– siempre gozan de una estructura impecable, que favorecen la escucha del discurso musical. Elegir piezas de estas suites en un orden singular distinto al establecido por el compositor produjo una cierta desconexión entre ellas que favoreció al tedio. Otra circunstancia a tener en cuenta es que las piezas lentas de obras concebidas para un ballet tienen su razón de ser en la visión de la danza; separadas de esta pierden su sentido y, por tanto, se encuentran desubicadas en el contexto musical.
Con todo, culminó el evento llegando a buen puerto y con el amplio reconocimiento a una orquesta que concedió un concierto correcto y sin grandes altibajos. Con más ballet se despidió la orquesta, a través de una propina alegre y desenfadada, de pretendido aire español que, al igual que en la primera parte del concierto, desentonó notablemente con todo el discurso previo planteado por Prokofiev.