La segunda parte de la visita de Esa-Pekka Salonen con la Philharmonia Orchestra nos deparó un programa que se abría en dos direcciones, futuro y pasado, a partir de la monumental obra de la noche precedente. Lo cierto es que no se podría entender el presente concierto sin la ejecución de la Sinfonía núm. 9 de Mahler que aún resonaba en nuestros oídos y que funcionaba como una especie de bisagra entre el brío beethoviano y la desolación de Berg. Un Beethoven desencadenado, especialmente en la Sinfonía núm. 7 en la mayor, Op.92, se mantenía unido por hilos invisibles, de un destino caprichoso, con la amarga Suite de Lulu, escrita al final de su vida por el compositor austriaco.
Colocar la obertura de Rey Esteban de Beethoven como comienzo del programa fue una suerte de distracción e interrupción, un aviso para indicar que se volvía a un tiempo, el del rey legendario fundador de Hungría o el del propio Beethoven, en que el combate merecía la pena e incluso tenía algo de poético. Es cierto que la pieza en sí no tiene demasiada trascendencia, sino alguna que otra afinidad con las últimas tres sinfonías, pero fue útil para mostrarnos las posibilidades de registro de la Philharmonia Orchestra: con un orgánico más bien reducido, unos timbales de época transportados a la zona baja del escenario y un gesto dinámico, Salonen propuso una pieza brillante, de contornos nítidos y con gran protagonismo de algunos solistas, especialmente en la madera.
Con los cinco movimientos de la Suite de Lulu, nos introducimos en un clima sombrío, sin redención, tal como es el argumento de la ópera de Berg. Salonen optó por unos tempi distendidos, una masa sonora que se iba articulando y de la que se desprendían fragmentos y motivos. En el primer movimiento no asistimos a una angustia declamada, cuanto a un sentimiento de pérdida y desesperación, resaltados por el incesante pulsar de la cuerda y el deambular del metal. No obstante, todo el movimiento se desarrolló de forma muy ligada, quedando claras cada una de las fases. El Ostinato que sigue da una mayor definición al material precedente, con más contrastes y diversificación de las capas sonoras, en un ejercicio de teatral simetría. En el tercer movimiento, pudimos escuchar a Rebecca Nelsen: la soprano se enfrentó a esta complicada pieza en la que se necesitan buenas capacidades para poder rivalizar con la orquesta, tanto en volumen como en extensión. El entendimiento entre solista y conjunto permitió alcanzar el máximo de la tensión sin perjudicar la expresividad de la voz. Las variaciones del cuarto movimiento están extraídas del tercer acto de la ópera y preanuncian la inminente tragedia: se trata de un ejercicio de atonalidad con motivos que parecen parodiar la desventura de la protagonista. En tal sentido, Salonen fue hábil en mostrar todas las perspectivas de la escabrosa historia, hasta confluir en el momento final, en el cual el flujo sonoro primero da sus últimos espasmos de rebelión pero finalmente cae, moribundo, como Lulu, que ya ausente escucha las palabras de la condesa Geschwitz, palabras de despedida, palabras de eternidad.
La segunda parte del concierto cambió por completo de registro con la Sinfonía núm. 7 de Beethoven. Evidentemente otro es el tono y otra la intención con respecto a la obra de Berg y Salonen mostró la ductilidad de su formación, en una interpretación enérgica y arrolladora. Sí que el primer movimiento se abrió con parsimonia, especialmente en los compases de la elaborada introducción. A partir de la exposición del tema principal la sonoridad se hizo más expansiva, con la participación del metal. El fraseo fue corto, de trazo preciso y sin demasiada acumulación de resonancias. A continuación el célebre Alegretto sonó grave, muy marcado por la incidencia rítmica de los violonchelos y los contrabajos, cuya persistencia se pudo apreciar a lo largo de todo el movimiento. El segundo tema devolvió el color de la madera, haciendo de esta marcha fúnebre algo solemne pero sin caer en el sentimentalismo.
Los últimos dos movimientos fueron una muestra de total vitalidad: concebidos como un continuum, el Scherzo presentó los materiales de forma más pausada y controlada, pero dejando claro el planteamiento: aquello sería, por usar las palabras del filósofo alemán Hegel (por cierto, coetáneo de Beethoven), “el delirio báquico en el que no hay ningún miembro que no esté ebrio”. El movimiento final se convirtió en una marcha trepidante que suscitó entusiasmo y emoción, aunque sin faltar en precisión y claridad.
Se trató, al igual que en la noche anterior, de un concierto excelente con una orquesta que posee y derrocha calidad y un director sutil, atento y comprometido con su formación. Un Berg profundo y un Beethoven eléctrico se equilibraron en un programa en el que la mano de Salonen mostró su preferencia por lo contemporáneo, pero para el que, en su conjunto, no faltaron ovaciones y parabienes.