Und die Seele unbewacht, / will in freien Flügen schweben, / um im Zauberkreis der Nacht / tief und tausendfach zu leben –Y el alma, sin vigilancia, / desea colgándose de libres alas / vivir profunda e intensamente / en el círculo mágico de la noche–.
Del mismo modo que a través de Die Nacht singt ihre Lieder –esplendorosa versión cinematográfica de la pieza de Jon Fosse–, en los Vier letzte Lieder transparece aquella misteriosa fuerza que emana de la tiniebla nocturna. O, trastocando el comienzo de Über Wahrheit und Lüge im außermoralischen Sinne: desde algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, el crepúsculo entona sus canciones.
La última composición de Richard Strauss –concebida a la edad de 84 años, en 1948, poco antes de fallecer– es uno de los más bellos himnos dedicados a la condición mortal del ser humano. No solo se trata del gesto straussiano definitivo o del canto de cisne de la lírica postromántica: la música trasciende lo que la poesía únicamente sugiere y la consumación del proceso vital se desvanece en una profunda calma. Toda descripción es inútil. Como rezan los versos de Hermann Hesse: Hände, laßt von allen Tun, / Stirn, vergiß du alles Denken, / alle meine Sinne nun / wollen sich in Schlummer senken –Manos, dejad todo quehacer, / Frente, olvida todo pensamiento, / todos mis sentidos ahora / quieren sumergirse en el sueño–.
Eine Alpensinfonie, op. 64, representa la culminación análoga en el marco del poema sinfónico. Dividida en un arco de 22 escenas, la jornada alpina se inicia y sucumbe en el confín de la noche. Strauss, siguiendo la estela de la doctrina nietzscheana –concretamente desde la herencia del ánimo expresado en la Pítica III de Píndaro–, apura el recurso hacedero y no se afana por una vida ultra-terrena. El cansancio que sobreviene al recorrido del camino desprende un aroma telúrico; todavía retumba la tormenta y tintinean los cencerros, todavía el viento mece los pastos y el sol continúa ardiendo.
Pues bien, posiblemente hoy no haya mejor forma de realizar el ascenso y atender a esta voz del ocaso que en interpretación de la Staatskapelle Dresden –dedicataria de Eine Alpensinfonie–, Christian Thielemann y Renée Fleming. El segundo concierto del conjunto alemán en el Auditorio Nacional corroboró una vez más la leyenda que lleva alimentando desde su fundación, en 1548: nos encontramos ante una de las principales orquestas del mundo, máxime si el repertorio está íntegramente conformado por la obra de Richard Strauss.