No cabe duda de que Yuja Wang es un fenómeno mundial que viene regocijando a los melómanos desde hace ya varios años. A su capacidad de convocatoria única hay que unirle su merecida fama de virtuosa, según la cual no hay partitura que se le resista ni pasaje que la inquiete, pero hay que apuntar que junto a esto, se le ha atribuido también una cierta tendencia a descuidar los aspectos más expresivos, más líricos si se prefiere, en favor de la perfección mecánica y de la efectividad digital. En todo caso, su imagen es ya legendaria y casi todo el mundo quiere tener, al menos, la oportunidad de verla en directo alguna vez. Lleno absoluto, por tanto, en este nuevo concierto de Ibermúsica, que convocaba a la pianista china junto a la brillante Philarmonia Orchestra.
Como preludio al magnífico evento, la formación londinense ofreció la Obertura-Fantasía Romeo y Julieta de Chaikovski. Como todas las fantasías, presenta un problema importante de estructura que cualquier orquesta de renombre sabe solventar al frente de un director hábil, en atención a un discurso hilado y coherente que permita al oyente no perderse en distracciones. Pero por alguna razón, la pieza sonó más o menos confusa y con notables desaciertos de conjunto y algunas erratas de las trompas, siempre tan elocuentes en la obra de Chaikovski. Gozó de momentos expresivos, pero más bien por méritos de la propia obra que por una conducción meticulosa de las tensiones dinámicas.
Le tocó el turno a la brillante pianista, tras el breve lapsus de reordenación de instrumentos y ubicación del piano. Salió como el rayo, amagó al concertino, ignoró al director, reverenció con energía y se sentó al piano, depositando sobre el mismo la partitura. Suele preludiar un concierto dudoso el que la solista vaya pertrechada de su partitura, no porque no lo domine, sino porque es también indicativo de en la vorágine de notas que va a acontecer es muy fácil que se pierda la conexión con la orquesta por múltiples razones. Ocurrió esto, bien por la tremenda velocidad a la que se desenvolvía este primer concierto de Rachmaninov, bien porque director y solista apenas intercambiaron un gesto a lo largo de la obra.
En todo caso, la pianista solventó el concierto con la destreza que le caracteriza, siguiendo la fórmula que hemos apuntado al principio, esto es, una ejemplar soltura en la resolución de conflictos mecánicos y una atención mediana a todo lo demás. Especialmente desequilibrada se percibió la imagen de conjunto, en la que solista y director se dedicaron a defender cada uno su idea y su sonido, sin atender al diálogo concertístico y sin sacarle partido a una partitura que, sin estar a la altura de los otros conciertos de Rachmaninov, tampoco es tan mediocre como se suele afirmar. Terminó el concierto y se marchó sin más la solista, dejando al público aplaudiendo y a la orquesta desconcertada. No es que echásemos en falta una propina, que nunca es obligatoria, pero es útil por cuanto nos permite ver cómo se desenvuelven las grandes figuras con su piano y su sonido, sin los sesgos propiciados por una orquesta.
Volvimos a Chaikovski al término del descanso, con su magistral y desbordante Sinfonía núm. 4, que hace temblar cimientos y no deja a nadie indiferente. Se le dio bien a Santtu-Matias Rouvali dirigir a una orquesta de amplio sonido, y ajustar sin grandes percances las dificultades rítmicas que propone Chaikovski con percusión y metales, así como los vaivenes sonoros que se encuentran en el vertiginoso Scherzo. Pero no logró ajustar la unidad orquestal en los momentos más explosivos sobre los que siempre destacó, exageradamente, el flautín. Una interpretación, pues, equilibradamente fogosa y desigual, que no habrá de figurar entre las grandes hazañas de esta magnífica formación.