Nikolaus Harnoncourt, a lo largo de numerosas entrevistas y artículos, ha expresado la dificultad por añadidura que supone trabajar en el montaje operístico. Dejando a un lado la parte correspondiente a la no siempre fluida relación con directores de escena, así como el óbice aparejado a la política de alternancia en la selección de los repartos solistas, un peligro mayúsculo, directamente vinculado con el apartado orquestal, se eleva por encima de todo lo anterior (en realidad, constituye la matriz del problema): la subordinación musical ante requerimientos extrínsecos.
Tamaña rendición, agravada por una frenética actividad en el foso, representa el más temible sacrificio que llevan a cabo teatros de todo el mundo en el altar de su productividad. La traducción de semejante empeño radica en una automatización, en la pérdida de la creatividad frente a la imposición de una mal entendida efectividad. Y el resultado, perceptible en cada función, se hace más patente aún cuando tales conjuntos actúan extramuros, en el marco del concierto sinfónico.
Pues bien, esto es precisamente lo que no ocurre con la Philharmonia Zürich. En este sentido, el éxito de La Scintilla (auspiciada por el propio Harnoncourt y conformada por miembros de la Philharmonia) funciona como prolongación de la calidad que amerita el conjunto a las órdenes de Fabio Luisi. Y la actuación de anoche, para gloria de nuestros oídos, lo corrobora de nuevo.
El ejercicio se inició con una obra que habita en el universo de la magia y lo fantasioso: la obertura Oberon, perteneciente a la ópera homónima, de Carl Maria von Weber. Este cuento de hadas musical, estrenado, entre loas y clamores, en el Covent Garden de Londres el 12 de abril de 1826, nos transportó al imaginario celta y la leyenda medieval, en una interpretación notable y precisa (destacaron los arabescos y la trama melódica de violines, además de la exactitud y afinación de trompas).
Acto seguido compareció Hélène Grimaud, a quien la fama no fortuitamente precede, para desgranar una pieza extraordinaria del repertorio beethoveniano: Concierto para piano núm. 4. Tras unos segundos de concentración, la solista francesa volcó su cuerpo con aplomo sobre el teclado, delineando el tema principal a modo de apertura, que tanto sorprendió en la época de su estreno. Fabio Luisi, activo y cómplice, condujo con pericia el Allegro moderato hacia el tramo central de la obra, que constituye, también, su acmé.