El caleidoscopio musical con el que el Coro y la Orquesta Nacionales de España invitaban a conocer, desde una perspectiva simbólico-musical, la figura de Dios presentó un cuidado programa diseñado a tres bandas y basado en las creencias que cada uno de los compositores elegidos nos ha transmitido a través de su música. Las obras seleccionadas envolvieron el auditorio madrileño de intimismo, pasión y calidez gracias al buen hacer de la orquesta, los solistas y el coro, todos ellos bajo la batuta de la estadounidense Marin Alsop, quien llegaba a Madrid avalada por su exitosa trayectoria al frente de la Sinfónica de Baltimore y de Sao Paulo, entre otras. En su forma de dirigir conviven la sencillez de sus gestos, las miradas cómplices, la emotividad de sus fraseos y la búsqueda del lado más íntimo sin faltar en ningún momento al rigor y sin negar la necesaria intensidad.

Fuimos testigos de cómo Alsop transmitía estas características desde el podio y que fueron in crescendo desde los compases iniciales: los de la Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis de Vaughan Williams, basada en el Third Mode Melody de 1567 del compositor Thomas Tallis. La sección de cuerda de la Orquesta Nacional mostró un sonido empastado, así como una buena coordinación entre el cuarteto –integrado en el tutti de la cuerda–, el conjunto a nueve –colocado detrás del grupo principal–, y el resto de la sección, detalle que favoreció los preciosos y precisos diálogos estereofónicos entre bloques y, sobre todo, entre el concertino y la viola solista; esta última destacó por la dulzura y personalidad que mostró a lo largo de toda la velada. En el debe de la directora cabría señalar que, en determinados momentos de este primer acto, no consiguió equilibrar plenamente los contrastes dinámicos que presentan obras con armonías modales como esta.

El particular homenaje a Bernstein llegó con los Chichester Psalms que mostraron a una Marin Alsop mucho más segura y natural, lo que favoreció la comunión con los intérpretes. La partitura, con guiños a otras de sus composiciones, incluidas alusiones a West Side Story, es un canto a la vida, al amor, a la unión de las personas independientemente de creencias, origen o aspiraciones y posee un sentido eclesiástico que se apoya en la combinación de varios elementos de la tradición hebrea. A pesar de unos leves desajustes rítmicos al inicio entre la percusión y el coro, la intensidad y el brillo de la obra fueron asentándose en el segundo y tercer salmos con un coro pleno, cuyo sonido redondo que respaldó magníficamente a las cuatro voces solistas y el brumoso Amén final a capela. El contratenor Carlos Mena por su parte, bien secundado por el arpa, mostró un timbre limpio, angelical, y de una inocencia pueril.

Cerró la velada la Sinfonía núm. 3 de Saint-Säens, la que todos proclaman como “la del órgano”. Aún siendo cierta dicha afirmación, la obra es mucho más que la presencia de este instrumento fuertemente asociado a la la liturgia cristiana: es colosal. Así lo mostraron la directora, en su mejor versión, y un brillante conjunto orquestal junto a Daniel Oyarzábal, un expresivo y sutil organista encaramado en lo alto del imponente órgano de la sala sinfónica. La partitura posee todos los ingredientes necesarios: un Adagio lleno de lirismo en el que la sección de cuerda se complementó a la perfección con los diferentes planos sonoros del órgano y que demuestra la capacidad del autor para componer bellas melodías, una presencia del piano a cuatro manos, una cálida aportación de las maderas y los metales, un himno luminoso con continuas modulaciones, ritmos de danza, cambios de tempo y un final en el que órgano, piano, sección de cuerda, trompas, trompetas y percusión llevan en volandas a todo el bloque hacia un final apoteósico. En resumen, un concierto de música por el respeto y desde el respeto.

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