No es para tomarse a broma un recital de Seong-Jin Cho, un pianista, sin duda, brillante que ya en 2016 y con apenas veintidós años fue fichado con un contrato en exclusiva por la Deutsche Gramophon, habiendo ganado, además, en 2015 el primer premio del prestigioso Concurso Chopin. Se presenta el coreano en el madrileño Ciclo de Grandes Intérpretes, que congrega siempre a los intérpretes más talentosos del panorama internacional. Y además presentó un programa de esos que gustan, pues hay concenso al considerar el Gaspard de la Nuit como una de las páginas más difíciles de la literatura pianística. Si además concluye el recital con los cuatro Scherzi de Chopin entonces ya tenemos la expectativa perfectamente construida.

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© Harald Hoffmann

Nos sorprendió, en todo caso, la abundancia de asientos vacíos, pero creemos que tras el impacto producido en el público esta circunstancia cambiará la próxima vez. Y eso que al recital le faltó esa presencia reflexiva y poética que habitualmente se le atribuye al pianista en sus interpretaciones y que, al menos de acuerdo a nuestra percepción, se disipó en favor de la explosividad sonora y de la perfección mecánica, aspectos verdaderamente indiscutibles que quedaron patentes en la resolución de los problemas técnicos de las obras presentadas.

El concierto se inició con la Sonata para piano I. X. 1905 de Leoš Janáček, una obra que al parecer trajo de cabeza al compositor hasta el punto de destruir el tercer movimiento; y se tiene por cierto que tampoco se quedó muy satisfecho con los dos primeros, que son los que sobrevivieron. Tal vez no fue la mejor opción abrir el concierto con una obra de estructura rebelde que requiere un gran esfuerzo de profundización para integrar sus variopintos elementos y mostrarlos a la audiencia con toda claridad. Resultó una interpretación más eficaz en la resolución de los pasajes virtuosísticos que en la declamación de un discurso estructurado y dirigido.

A continuación vino la página que nos pareció más lograda en el aspecto expresivo, la Ondine del famoso Gaspard. Sólo la interpretación de esta pieza le habría valido al pianista para producir un recital inolvidable. La habilidad para resaltar texturas, jugar a voluntad con los registros y los timbres del piano, crear una atmósfera poética y, como no, para exponer que las dificultades del teclado las tiene absolutamente dominadas y resueltas. Un bravo sin reticencias para un esfuerzo extraordinario.

Esta sensación se perpetuó en los cuatro Scherzi de Chopin, pero esta vez el enfoque, generalmente fogoso y rápido, produjo brechas en la limpieza de las líneas melódicas y en su distribución rítmica. Tampoco le vino bien el enfoque vivo casi obstinato del tempo a la enunciación de las distintas partes, ni el criterio más bien unitario que propició la sensación de estar ante una obra enorme de cuatro secciones grandes, en lugar de cuatro piezas diferentes con episodios contrastantes.

Así las cosas, hemos de reconocer que estas obras dificilísimas las resolvió con brillantez en el aspecto mecánico y sonoro; y esto produjo el llamamiento a dos propinas, las Flores solitarias de Schumann y el primero de los Grandes Valses Brillantes de Chopin, que vino a ratificar la extraordinaria destreza de este pianista para llevar las obras al límite de su velocidad. 

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