Con la expectación de un estreno, el Teatro de la Zarzuela contenía la respiración cuando su telón desaparecía y la orquesta nos introducía en los prolegómenos de Don Quijote. La Compañía Nacional de Danza finalmente se lanza al pozo de un clásico y José Carlos Martínez, su director, escogió al hidalgo de la triste figura para ello. Mucho se habló en los días previos, los amantes de la danza abarrotaron las taquillas buscando un sitio para contar la experiencia de primera mano. El resultado se puede definir con tan sólo una palabra: inmenso. Martínez, con rigor y atino, ha trasladado este ballet al siglo XXI. Sin licencias y con mucho brillo, este es un Quijote que emociona tanto al gran público como a los más entendidos. El director y coreógrafo ha impregnado de originalidad y detalles cada arista de su Quijote, pero vayamos por partes.
En el primer acto el fuego se atiza con buena mano, el caballero de La Mancha cobra algo más del pobre protagonismo habitual y en los hombros de la coreana YaeGee Park irrumpe como un huracán en escena. Más preocupada por la técnica que por la fluidez, en esta primera aparición YaeGee Park derrocha virtuosismo y por minutos va incorporando la gracia y el desparpajo que requiere su personaje. Su baile es preciso, en ocasiones demasiado, su simpatía se contagia y logra transmitir la jovialidad de esa manchega que quiere volar. A su lado, cual estrella consolidada, explota la perfección de Joaquín de Luz en un Basilio que dará mucho que hablar. De Luz compagina la solidez de una técnica depurada con la gallardía natural que sólo los genes aportan. En este bailarín, la limpieza es una norma que, de mano del virtuosismo, hacen su sello personal. En conjunto, el pas de deux de este acto lució por lo técnico, a pesar de las dos cargadas que definitivamente no salieron. Sin embargo, faltó más comunicación entre los enamorados, y no hablo de sincronía ni detalles en la actuación, sino de aquello que distingue la pasión de la rutina. Eso que a veces llamamos "ángel" fue lo que no escatimó Aída Badía en su Mercedes. También precisa y aplomada, fue capaz de resolver situaciones comprometidas en escena, mostrando la esencia ibérica de su personaje. En cambio, el Espada, Esteban Berlanga, aún debe recorrer parte del camino para llegar a la altura requerida. Sorprendieron gratamente las transiciones entre escenas con el uso de un cuerpo de baile fuerte que, sin pausas aparentes, fluyó conectando situaciones y frases coreográficas.
Pero si debemos destacar algo, serían los detalles, esas pequeñas cosas que brillan sin cegar, las mismas que, con la perspicacia de los grandes, Martínez fue introduciendo en ínfimas pero sostenidas dosis. Sutilezas como el sonido constante de los abanicos que simulan el ronroneo escuchado en todo patio castellano, movimientos de fondo del cuerpo de baile que recrean la intranquila quietud del cotilleo constante. Detalles que hacen de este Quijote el más español. De esta manera y con el entusiasmo a niveles astronómicos, llega el segundo acto. Hubo alguien que dijo que variar, versionar, modernizar este acto es sacrilegio. Sacrilegio sería no hacerlo, y Martínez lo hizo. Comenzando con la escena de los gitanos donde Anthony Pina robó para sí todo el brillo, la transición al mundo onírico de las Dríadas contó con una solución escénica de altura. Este pasaje, por lo general aburrido y hasta tedioso, fue ágil y contó con una Dulcinea deliciosa en el cuerpo de Seh Yum Kim. Para cerrar, el tercer acto subió la temperatura del teatro. El pas de deux definitivo superó en técnica y actuación al primero y la contención virtuosa fue la protagonista. Mientras YaeGee Park arrancaba ovaciones con sus balances y fouettés, De Luz no escatimó con elevaciones eternas y giros limpios.
Una vez caído el telón, un pensamiento abordó a la mayoría de los asistentes: Madrid, definitivamente, ha ganado con Martínez la compañía de danza clásica que siempre anheló tener.