Esta producción de Aida con la que el Teatro Real inicia su temporada en la Plaza de Oriente supone, como el propio director artístico señala, la recuperación de parte de su patrimonio histórico. Se trata de una puesta en escena que hoy cumple un cuarto de siglo, preparada para los primeros pasos del nuevo teatro, allá por 1998, y apenas utilizada desde entonces. Las décadas han hecho mella en ella, pero hoy, y de mano de un excelente equipo de cantantes, nos revisita, revitalizada y con cierto interés para el que sepa mirarla con los ojos adecuados.
La Aida del director argentino Hugo de Ana supone un viaje al pasado. Pero no al Nilo del Egipto imperial –sería esta una aspiración ingenua e irremediablemente errada–, sino a los cánones escénicos que, ya heridos de gravedad, poblaban aún los teatros de ópera a finales del siglo pasado. No hay ni rastro de reflexiones hermenéuticas, miradas de autor o contenciones minimalistas. Muy al contrario, aquí impera el exceso, el “más es más” y el “mucho más es aún mucho mejor”. La abundancia de medios construidos sobre las fantasías estéticas de un Egipto en tecnicolor es la base sobre la que desarrolla la propuesta. Considerándola como un viaje temporal nos resulta más fácil su contemplación, como un homenaje, un recuerdo a leyendas que, como Zeffirelli o Schenk, hicieron historia de la ópera través de una monumentalidad directa y sin complejos. Es posible entonces disfrutar del encuentro entre Aida y Amneris frente a ese formidable muro, mullido de coloridos jeroglíficos; o del pródigo paisaje de pirámides en el que se desarrolla el trágico final. En otras ocasiones, sin embargo, la abundancia de medios aplasta la calidad artística, el sentido teatral y el buen gusto. En su máximo exponente, la escena de la marcha triunfal naufraga estrepitosamente en concepción y ejecución, resulta en un formidable caos, descontrolado por attrezzo, dirección de actores y coreografías.
En la parte en vocal, por el contrario, esta producción nos ofrece un cartel de notable calidad, en especial su cuarteto protagonista. La Aida de Krassimira Stoyanova es una exhibición de delicadeza vocal. El caudal no es muy grande, lejos de lo que se esperaría de una verdadera spinto como la que el papel requiere, pero compensa con una exquisitez sentida que aúna sin fisuras sentimiento y emisión. Construye su retrato sobre la vulnerabilidad de la princesa etíope, distanciándose de la ferocidad y orgullo que suelen vertebrar el papel, y de los que seguro la superestelar Anna Netrebko habrá dado cuenta en sus funciones paralelas. Piotr Beczała es un cantante que se encuentra cómodo en los pasajes heroicos y a plena voz. Su “Celeste Aida” inicial decepcionó por falta de lirismo y unas dinámicas de trazo grueso. Por fidelidad a la partitura, optó por acabar la pieza en pianísimo –pocos tenores se atreven–, se agradece la intención, aunque esto no hiciera más que evidenciar sus límites. Sin embargo, a partir del segundo acto y hasta el final su actuación no hizo más que mejorar. Bordó sus dúos con ambas princesas, luciendo un timbre sano, excelente, facilidad para los agudos y un muy inteligente sentido dramático. Algo parecido ocurrió con la Amneris de Jamie Barton: casi inaudible en los primeros actos, sorprendió tras la pausa con una vocalidad plena, intensa y perfectamente colocada, reflejando además las contradicciones morales y emocionales del personaje. Nuestro Carlos Álvarez estuvo impecable, como suele ser el caso, con un Amonasro sólido, sin excesos ni fisuras.
El maestro Luisotti y la Orquesta Titular del Real han tenido días mucho mejores. La marcha triunfal se ejecutó desordenada y sin espíritu de victoria desde su mismo comienzo con unas fanfarrias fallidas. Hay que destacar positivamente el trabajo de las maderas y la balsámica sensualidad exótica con la que ambientaron adecuadamente las escenas más íntimas.
En definitiva, una noche que comenzó llena de excesos y defectos, pero creció hasta un desenlace redondo. Y una reflexión, si se quiere hacer de esta propuesta un clásico del Real, urge revisar en profundidad algunas de sus escenas.