La tradición arraigada que ostenta el Ballet de l’Opéra National de Paris ha sido uno de los grandes atractivos de la temporada. En un entorno poco prolífico en cuanto a la programación de danza se refiere, la función se ha acercado más al formato de “gala” por la presentación de piezas cortas y la presencia sobre el escenario, de un reducido número de integrantes de la compañía.

La exuberancia técnica y el repertorio ofrecido hicieron de su bailar un ejercicio que oscila entre el control y la ruptura del canon clásico. Los bailarines han sabido ejecutar con destreza las exigencias coreográficas sin perder la musicalidad tan característica de George Balanchine, Jerome Robbins y Hans Van Manen. El minimalismo de la puesta en escena nos permite apreciar los movimientos sin distracciones. El cuerpo está al servicio de una danza que no exige transmitir un dramatismo desmesurado, de hecho, carece de una expresividad vibrante en gran parte del programa, pero presenta su instrumento como objeto coherente de arquitectónicas proporciones. La riqueza del recorrido musical se expande como el fluir del río por los cuerpos de sus intérpretes; regalando a nuestros oídos la imagen onírica del impresionismo de Debussy, el paisaje exótico de Ravel, la aureola barroca de Bach, la delicada esencia de Satie y el contrapunto armónico de Stravinsky.

El telón asciende para descubrirnos el ensueño de Afternoon of a Faun en la versión de Robbins. El aula de danza diseñada por Jean Rosenthal, se convierte en el anhelo de dos criaturas mitológicas que incursionan en el estudio para perfeccionarse. Audric Bezard y Myriam Ould-Braham nos muestran una danza contemplativa, en la búsqueda constante por lograr que el espejo en el que se convierte el espectador, les devuelva una imagen pulida de sí mismos. Su interpretación escultórica refuerza la idea de un aprendizaje tan solo adquirido por la reiteración continuada de los movimientos. Maurice Béjart decía que la barra es la columna vertebral del bailarín −no le abandona nunca−, por eso la Ninfa se refugiará en su rutina cuando se siente descubierta por el Fauno. El resultado es la dualidad entre lo masculino y lo femenino. El contraste entre, la pasión desbordante de un ser que contorsiona su cuerpo para contener sus instintos y la expresión moderada de un espíritu libre, que teme la debilidad de la carne.

La complicidad entre la pareja de pas de deux se afina en Sonatine de Balanchine. En su conversación se intercambian palabras por gestos, permitiendo a Elena Bonnay aportarles voz con su interpretación de la partitura de Ravel. El vínculo conseguido entre la melodía de piano y los movimientos, sugiere la incursión de la estructura muscular en las figuras rítmicas. El movimiento que inicia Léonore Baulac aparece prolongado en el cuerpo de Germain Louvet, dilatados los tempos sin perder ni un instante su velocidad. Ambos bailarines logran reaccionar con naturalidad a cada interpelación propuesta.

En un tono más desenfadado, el esplendor del musical americano que caracteriza a Robbins, arranca más de una sonrisa. El respirar del bailarín se hace eco en el deslizar del arco de Aurélien Sabouret, alternando la ligereza extrovertida con momentos introspectivos que envuelven la esencia de ambos. Paul Marque interpreta su solo con júbilo en balances que no terminan, al permitir que la inercia venza al propio equilibrio. Sus baterías son precisas y virtuosas; domina las transiciones entre pasos más complejos con una contención energética que distiende la posible dificultad. Sus manos y brazos acarician el aire como quien quiere atrapar la armonía de la melodía del violonchelo. La repetición de secuencias se expone con expresividad creciente convirtiendo el andar osado y alegre en pura danza.

Acorde con la estética neoclásica, no podía faltar una obra como las 3 Gnossiennes de Van Manen, que toma su título de la pieza tripartita para piano de Erik Satie. El trabajo entre la pareja encarnada por Ludmila Pagliero y Florian Magnenet nos dejan un pas de deux espléndido, preciso en la concordancia de los movimientos y elocuente en su interpretación. Son incisivos en la dirección que toma cada porté, de líneas muy marcadas. El hombre manipula el cuerpo de la mujer, no de forma brusca, acompasando cada inhalación y exhalación. Lo posee, lo maneja como marioneta de títeres sin voluntad, aunque también ella limita sus tiempos y se permite cierto espacio en las pausas. Nos llega una imagen bella en el dúo más mental de la noche.

Para terminar, Rubí supuso el escaparate más gráfico del estilo de Balanchine, que ya atribuía gran importancia al desplazamiento de la cadera de su eje central. La música de Stravinsky brilla con especial intensidad durante los pas de deux de Dorothée Gilbert y Paul Marque. El resto de la compañía defendió el desenfreno simétrico y equilibrado de una danza energética que permite a su gema reflectar luz.

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