Interpretar a Mozart es como pintar una pared de blanco inmaculado. Parece, en un principio, una opción sencilla y, sin embargo, el gremio de albañiles sabe que es la opción más difícil y arriesgada, ya que cualquier imperfección de la pared o la pintura quedará a la vista. Por ello existe el “gotelé”, un vago sustituto del blanco liso que permite disimular los desperfectos sin necesidad de renunciar a la claridad. No les explico esto solamente porque esté pintando la casa, sino para poner sobre la mesa el error de cálculo que he cometido Fagioli y la Orquesta Capella Cracoviensis con la selección de obras de su último recital.

La voz del contratenor tiene una gran presencia escénica y es capaz de realizar auténticas filigranas tal y como pudimos escuchar en el “Parto, parto, ma tu, ben mio” de La clemenza di Tito, aria en la que supo encandilarnos gracias a un uso de los matices y los reguladores realmente excepcional. También fueron impecables los intricados melismas del Alleluia del Exsultate Jubilate. Sin embargo, como suele ocurrir con Mozart, destacaron más las imperfecciones. Comenzando por el uso exagerado e innecesario del vibrato, completamente fuera de estilo especialmente en "Se l’augellin sen fugge" y en "Ah se a morir me chiama". También en esta última aria pudimos escuchar una desigualdad tímbrica demasiado notoria y absolutamente antiestética. Finalmente, eché en falta un mayor cuidado en los finales de frase en los que el contratenor debería haber buscado destacar las apoyaturas tan características del repertorio de Mozart que, desgraciadamente, estuvieron ausentes.
No toda la culpa está en Fagioli. La orquesta no ayudó en absoluto. El repertorio clásico, tan dependiente de la forma, busca la variedad en el contraste. Un contraste que no existió y, por lo tanto, la Orquesta Capella Cracoviensis ofreció un Allegro de la Sinfonía núm. 5 de Schubert completamente anodino. La quinta de Schubert es trece años posterior a la tercera de Beethoven. Por ello, los sforzato y acentos deben ser notorios. Yo no los escuché, salvo en el Menuetto. En el “Quinteto Stadler”, que se interpretó en la segunda parte del programa, el problema no fue tanto la técnica como la motivación. Faltó esa chispa juvenil que envuelve gran parte del repertorio mozartiano, esa emoción que solo pude ver ocasionalmente en el clarinete, agotado ya en un Allegretto con variazioni que resultó homogéneo y aburrido. El violín primero no supo sobresalir, menos aún el violín segundo, que creyó adecuado tocar de espaldas al público.
En general, fue un recital en el que se tomaron malas decisiones que dieron lugar a una velada muy por debajo de las expectativas de un artista que cuenta con el bagaje suficiente como para subirse en solitario sobre las tablas del Teatro Real. Del mismo modo que es mejor albañil aquel que logra una pared blanca absolutamente lisa y perfecta que el que usa el gotelé para disimular las imperfecciones; también el virtuoso de Mozart debe buscar la claridad impoluta y no disimularla con ornamentos. Y si no, que no busque el virtuosismo a través de Mozart.