Tremenda, como la propia Turandot, fue la acogida de esta singular ópera en el Teatro Real de Madrid. Su ausencia en el escenario del teatro durante veinte años ha representado, sin duda, un aliciente para semejante afluencia. El Real apuesta nuevamente por la gran obra póstuma, inconclusa, de Giacomo Puccini (ya saben los melómanos que la escena final, apenas bosquejada y fragmentaria, había sido concluida por Franco Alfano), y propone una nueva revisión de las inquietudes de la princesa Turandot, encuadrada en la reducida y no menos singular escenografía de Robert Wilson.
A priori, la cosa apunta a que se trata de una producción que podrá causar de todo menos indiferencia, pero que, estudiada retrospectivamente, contiene elementos que, sin perjuicio de la propia emisión musical, orientan la representación hacia una suerte de frialdad expresiva que contrasta enérgicamente con la exaltación emocional que experimentan los personajes. La representación comenzó sin cortapisas, qué duda cabe, presentando el sanguinario conflicto con una música interpretada resolutivamente, con una proyección eficiente de la psicología y del interés particular de los personajes implicados. Ninguna tacha respecto a la enunciación de la trama, y menos aún respecto a la calidad vocal de los protagonistas y del conjunto coral. Además, los tres personajes insólitos y grotescos que, de alguna manera, guían al espectador en el desarrollo del entuerto, se presentaron como un hábil contrapunto cómico ante lo espantoso de la situación principal, en la que se pretende asistir a una decapitación en toda regla.
Pero el verdadero contraste emocional comenzó a sentirse al cabo de la primera escena, al percibirse la ausencia de comunicación visual entre los personajes principales, y al comenzar a hacer efecto el hieratismo de sus movimientos rectilíneos y de su rígida gestualidad. Efectivamente, por más que los personajes intercambiaron durante toda la representación mensajes que involucraban al amor, al odio, a la venganza y a la compasión, todos ellos fueron emitidos de cara al público, descuidando el vínculo auténtico propiciado por la complicidad de una mirada. De ahí surgió la inaudita sensación de estar más bien ante una ópera en versión concierto, pero con el añadido de un vestuario ejemplar y de un decorado sombrío, reducido las más de las veces a unos cuadros de luces de colores, más próximos al suprematismo de Malevich que a la misteriosa China.