El rey que rabió. Una auténtica joya de Ruperto Chapí que el Teatro de la Zarzuela ha reservado para cerrar su temporada 2020/2021, la última que se cerrará con las medidas de la pandemia de la covid-19, esperemos. La elección es muy acertada, la frescura de esta comedia ayuda a lidiar con el calor de junio que en Madrid comienza ya a apretar y la calidad de la música escrita por el maestro Chapí le da suficiente autoridad como para considerarla una obra de primera categoría.
La escena juega, al igual que el texto, a la exageración. Los personajes son prototípicos, con defectos muy claros y acentuados, de tal forma que la dificultad solo se halle en el enredo que da lugar a la comedia y no en la psicología de los protagonistas. Esto lo supo plasmar muy bien el vestuario de Clara Peluffo que combinó perfectamente con los decorados de estilo cartoon elaborados por Juan Guillermo Nova. El movimiento escénico coordinado por Bárbara Lluch dio también lugar a momentos muy fotogénicos, especialmente cuando el coro aparecía en escena. Los de Antonio Fauró no sólo supieron moverse bien y posar en el escenario, sino que hicieron un gran trabajo también en lo vocal, destacando lo bello, compacto y preciso del coro de vecinos persiguiendo al alcalde en el primer acto, el coro "Alegres segadores" en el segundo y el coro de doctores en el tercero.
Me van a permitir que insista una vez más en la calidad de la partitura escrita por Chapí. El alicantino demuestra una amplia variedad de registros y recursos. La música de banda, que tan bien supo trasladar al escenario, y las danzas populares, como el final del primer acto en el que tan bien bailaron Enrique Ferrer y Rocío Ignacio la danza que tanto recuerda al “baile de la era” o al fandango navarro, contrastaron ampliamente con momentos de una musicalidad casi wagneriana como es el Nocturno del segundo acto. Iván López Reynoso supo, no solo adaptarse a cada estilo, sino también destacar las características de cada uno: un muy delicado pianissimo en el Nocturno o una precisa y rítmica percusión y metales que imitaron a la perfección los sonidos castrenses.
También esgrimió el maestro flexibilidad ante la voz, algo que fue especialmente destacable en el arieta “Mi tío se figura...” en la que el director mexicano supo esperar a la soprano Rocío Ignacio, quién se decantó por una interpretación elegante, más belcantista que “zarzuelera”, que, sin embargo, levantó unos nada merecidos abucheos por parte de algún asistente con bastante poca empatía.
Ignacio combinó bien con su pareja escénica: el Rey, interpretado por Enrique Ferrer en el primer reparto. Ambas voces comenzaron con un mismo problema de proyección de la voz que provocó un sonido un tanto embotado durante el primer acto pero que se fue resolviendo con el tiempo a medida que los cantantes fueron ganando confianza con un texto en el que se pudo apreciar más de un error. El tenor madrileño hizo un papel decente con un buen vibrato y unos agudos metálicos muy elegantes, a pesar de que su timbre de voz no terminó de encajar con la partitura, originalmente escrita para soprano. José Manuel Zapata encarnó a Jeremías y supo bordar el cuarteto “El chorro de la fuente” y el terceto “¡Mi amor, mi bien, mi dueño!” añadiendo el matiz cómico al más puro estilo de Leporello con un chorro de voz cuidadosamente proyectado que supo engarzarse muy bien con las voces de los protagonistas.
Termino con los papeles principales hablando de Rubén Amoretti que hizo el papel del General. Su voz grave y repleta de armónicos fue excelente tanto para el recitado –al que debemos además a añadir un impecable movimiento escénico– como para el canto, destacando especialmente sus números de conjunto como la Polca de la dimisión en la que las voces de los cuatro ministros encajaron muy bien. En los papeles secundarios también hubo cosas a destacar. Ruth González hizo una excelente interpretación en el coro de pajes, un timbre bello y una buena línea a la que debemos añadir una divertida interpretación durante el resto del tercer acto.
Uno acaba un tanto incómodo por las más de dos horas que le obligan a estar sentado –se echan de menos, y mucho, los descansos–, y quizás con la sensación de que ciertas bromas y exageraciones, como las llevadas a cabo por Alberto Frías en el papel de El Capitán, pierden la frescura ya hacia el final del segundo acto. Por suerte, la música de Chapí, los números de conjunto alegres y rítmicos, no requieren de mucho esfuerzo para animar a un público que pide reír después de tanta tragedia. No ha sido una temporada fácil, pero si aún con todo se consigue arrancar sonrisas al público, ¡pues que suene la música!