En estos tiempos, ir a un concierto y encontrarse con un solista técnicamente correcto, intachable o algunas veces perfecto es bastante común. Casi podría decirse que es lo normal, lo que estamos esperando, y a menudo es lo que recibimos. De ningún modo lo digo como queja. Presenciar en directo el dominio técnico es algo que nunca deja de sorprender: ver el manejo del cuerpo, los malabares, las sutiles variedades que permite el control muscular, la maestría del gesto, es una de las mejores experiencias de la música en vivo y una fuente renovadora del asombro.

No nos falló a ese respecto Anne-Marie McDermott al ofrecernos su versión del tercer concierto para piano de Beethoven: fraseo muy bien construido, trinos clarísimos y perfectamente regulares con los que moldeaba el sonido y creaba sutiles cambios de tempo; pasajes rápidos perfectamente articulados, contrastes dinámicos interesantes (aunque dentro de un corto rango, ya que su sonido, al menos en las condiciones de la sala y con ese piano, era más bien pequeño), y un cantabile sobresaliente. En resumen, una interpretación correcta y un lucimiento técnico siempre confortante. Sin embargo, lo que hizo especial esta interpretación, el sitio donde encontré la personalidad y la voz de la intérprete fue en sus pianos y pianissimos. Ahí, en el sonido más íntimo del instrumento, que incluso invita a cambiar la actitud corporal para prestar más atención, McDermott creó pasajes tan finamente construidos que hicieron de este Beethoven una experiencia de atención al detalle.

Acompañada de una orquesta reducida con la que estableció un buen diálogo, y de la que recibió un adecuado ropaje instrumental, McDermott recibió el caluroso reconocimiento del público y ofreció como encore una muy interesante versión del preludio de la segunda suite inglesa de Bach. Digo "versión" porque nunca está de más recordar que tocar Bach al piano es un acto de transcripción. Así, su interpretación destacó por el buen uso de los recursos del piano, tales como discretos toques de pedal perfectamente colocados y una modulación discreta pero notoria de los matices, además de gran claridad de las voces y un perfecto fraseo, destacable sobre todo por la velocidad a la que interpretó el preludio. En fin, un muy agradable encuentro con la pianista estadounidense en su visita a México. Esperamos ver más de ella en el futuro cercano.

Después de la pausa cambió el escenario, y del íntimo espacio en el que tocó la orquesta reducida, con la cortina de cristal del Bellas Artes como paisaje de fondo, pasamos a un escenario grande con orquesta completa, coro y solistas: el equipamiento adecuado para afrontar el impactante y muy operístico Stabat Mater de Rossini. Como en buena parte de la música religiosa católica, el texto está dado. En este caso, es una secuencia que parte de una imagen concreta: María, la madre de Jesús al pie de la cruz. La voz que habla en el texto medita sobre el sufrimiento de la madre ante la muerte del hijo, reflexiona y se compadece. El reto musical es cómo tomar esa voz narrativa. Buena parte de las veces se ha propuesto como una meditación. Sin embargo, la propuesta de Rossini parece ser más terrenal que metafísica; habla más desde las pasiones, desde la ficción catártica de lo teatral, de lo operístico. Así, todos los recursos bien conocidos del gran maestro de la ópera nos guían a ese lugar de sufrimiento encarnado.

Destacaron los metales en el cautivador inicio de la obra, que surge de las profundidades de los graves a bajo volumen y que va creciendo poco a poco con tensión para crear el ambiente tétrico propicio para la imagen de la madre dolorosa. Pronto llegó el coro, con el verso inicial, “de pie la madre dolorosa”, y su aparición fue una grata sorpresa. A pesar de ser un grupo menos nutrido de lo que se estila en las propuestas de la Sinfónica Nacional, tenía muy buen sonido y, sobre todo, estuvo bien equilibrado con la orquesta. Sin embargo, el gozo por este equilibrio se vio mermado por un marcado desequilibrio entre los solistas. Claramente, las voces graves dominaban. La diferente potencia de los solistas daba por resultado un desequilibrio en los cuartetos y en algunos duetos, lo que restó intensidad a la obra rossiniana. A pesar de eso hubo momentos realmente emocionantes. Destacaron el número de bajo con coro a capella y, por mucho, el Fac, ut portem Christi mortem (Haz que llore la muerte de Cristo …), donde Grace Echauri, la mezzosoprano solista, tuvo una conmovedora y al mismo tiempo cimbrante actuación, que quizá transmitía más compasión empática que sentimiento religioso. El clímax interpretativo llegó con la poderosa fuga del último número, Amen, in sempiterna saecula en la que la maestría en el contrapunto, la orquestación y el manejo de las voces de Rossini permitió que coro y orquesta se lucieran y que todos quedáramos meditativamente impactados.

***11