La Fundación Ópera de Cataluña ha vuelto a apostar por Le nozze di Figaro de Mozart, que alcanza ya su cuarta producción dentro de la trayectoria de la casa. No es casual: la gran comedia mozartiana sigue siendo un reto y una carta de presentación para cualquier compañía, además de una magnífica plataforma para la Escuela de Ópera. Esta nueva versión, primera temporada concebida íntegramente bajo la dirección artística de Jordi Torrents, se mantiene dentro de las expectativas razonables del proyecto.
Uno de los aspectos más destacables fue el debut de la soprano sabadellense María Hinojosa, que a pesar de una amplia y consolidada carrera nacional e internacional, no había actuado nunca en la temporada operística sabadellense. Su Condesa ofreció una lectura refinada, de línea elegante y fraseo expresivo, con un “Porgi amor” algo contenido pero un “Dove sono” de gran clase y sensibilidad, a la altura de su prestigio. A su lado brilló la Susanna de Rosa Maria Abella, probablemente la voz más convincente de la noche. Abella, que ya había mostrado solidez en otras producciones catalanas, firmó aquí un trabajo escénico y vocal de gran consistencia, con afinación precisa, dominio del texto y una presencia escénica que sostuvo buena parte del peso dramático. Su aria del acto IV, cantada con luminosidad, confirmó un paso adelante en su evolución artística.
El Conde de Ferran Albrich, intérprete habitual de repertorio lied con Wolf y Mahler, aportó una voz redonda y un fraseo cuidado, aunque le faltó un punto de autoridad y temperamento para un personaje de tan rica psicología. Pau Armengol compuso un Fígaro de energía franca, con dicción viva y sentido teatral, pese a ciertas tensiones en el registro agudo y algún sonido engolado. En conjunto, su interpretación resultó convincente y comunicativa. Por su parte, el Cherubino de Laura Orueta destacó por su frescura y naturalidad, aunque con una gestualidad algo infantil. Su “Voi che sapete” fue espontáneo y brillante. Assumpta Cumí (Marzellina) y Arturo Espinosa (Don Bartolo) mostraron oficio y solidez, mientras que Jorge Juan Morata (Don Basilio) aportó corrección y frescura. Laura Gibert (Barbarina) aprovechó sus breves intervenciones para demostrar que su instrumento vocal puede asumir papeles de mayor relieve.
En conjunto, sin embargo, esta producción resultó más contenida y menos seductora que la de hace diez años. El elenco encabezado entonces por Marsol, Daza y Tobella ofrecía una vitalidad y una experiencia actoral que aquí se echan en falta, especialmente en el final del cuarto acto, menos poético y emotivo. Desde la dirección musical, Daniel Martínez Gil de Tejada imprimió una lectura fluida, equilibrada y teatral, con una buena relación entre foso y escena, especialmente en los números de conjunto y en el extenso final del acto II. La Orquestra Simfònica del Vallès, que continúa renovando su sonido y su músculo, respondió con sensibilidad y precisión.
Por su parte, la propuesta escénica de Pau Monterde y Miquel Gorritz se caracteriza por la claridad narrativa y la simplicidad funcional. El espacio único, de estética clara y predominantemente blanca, favorece la sensación de amplitud escénica aunque apenas haya variedad de marcos visuales. El vestuario, de época goyesca, contribuye a situar la acción sin estridencias, aunque el conjunto peca de cierta monocromía visual, sobre todo en el cuarto acto, donde se echa de menos una atmósfera más poética y verde que sugiera el jardín nocturno. En este sentido, se nota que la inversión fuerte vendrá con la próxima producción, El holandés errante, que pretende dejar huella en la historia de la entidad con lo que será el primer Wagner representado. Seguiremos afilando el lápiz para contárselo.