El XXV Festival Internacional de Música de Sabadell se inauguró el jueves por la noche con un Teatro Principal más vacío de lo que cabría esperar en una ocasión de este peso simbólico y con un recital de la categoría que ofreció el pianista Josep Maria Almirón, que regresaba a la ciudad tras la buena impresión dejada en un concierto de cámara en 2019 dentro de la temporada de invierno de Joventudes Musicales. En los parlamentos previos, el concejal de Cultura, Carles de la Rosa, puso en valor los veinticinco años de trayectoria ininterrumpida del festival, reconociendo la labor de la entidad y, en particular, de su presidenta, Joana Soler, como motor de un proyecto cultural firme y sostenido a lo largo del tiempo para la ciudad.

El recital se abrió con una selección de piezas de Brahms que Almirón supo desplegar con una gama de colores expresivos amplia y contrastada. Sin perder el espíritu reflexivo y la densidad propia del Brahms tardío, resaltó el lirismo en los arcos melódicos densos de las voces interiores, y una orfebrería tímbrica sutil en el uso de ornamentos, notas dobles y arpegios. A pesar de las dificultades acústicas de una sala como el Principal, que tiende a estrangular el retorno sonoro, el pianista supo modular con inteligencia el fraseo y controlar las dinámicas para extraer musicalidad de un espacio poco agradecido.
El eje principal del concierto fue, sin duda, la Sonata para piano en si menor, opus 5 de Richard Strauss, una obra de juventud poco habitual en las salas de concierto pero de un interés indiscutible. Escrita a los diecisiete años, la sonata revela la admiración de Strauss por la gran tradición germánica —Schumann, Brahms y, por supuesto, Beethoven— y se construye como una pequeña sinfonía para piano.
Almirón ofreció una lectura sólida y bien estructurada, con una atención especial a la forma del primer movimiento, articulado a partir de un tema inicial de tres notas cortas y una larga, que anticipaba una tensión desarrollada con rigor formal. El Adagio cantabile se convirtió casi en una balada romántica de resonancias sentimentales, con evocaciones a la fantasía lisztiana tanto en la técnica como en la paleta de colores. El tratamiento contrapuntístico del último movimiento, claramente beethoveniano, puso de manifiesto la solidez técnica del intérprete y su capacidad para extraer volúmenes orquestales. Curiosamente, esta fue la última obra que el excéntrico Glenn Gould grabó antes de morir, en 1982, y que incluso consideraba superior a algunas sonatas de Beethoven.
Con esta actuación, Josep Maria Almirón confirma su lugar entre aquellos intérpretes a quienes debería confiarse el Romanticismo más indómito. Su dominio del registro grave, de sonido robusto y bien proyectado, se equilibra con una notable capacidad expresiva en los pasajes más tempestuosos, donde los ataques percusivos intensos —con desplazamientos laterales de brazo y muñeca, y movimientos del codo— contrastan con la sutileza de un trabajo refinado en los arpegios, los pianísimos y los juegos tímbricos en los extremos agudo y sobreagudo, como demostró con las Deux Légendes de Liszt y con la transcripción de “La muerte de Isolda” de Tristán e Isolda de Wagner.
Con esta última pieza concluyó un recital exigente, bien pensado y que fue recompensado con abundantes aplausos que nos hacen desear volver a escucharlo con obras como Funérailles de Franz Liszt o las heterogéneas, superlativas y fascinantes Variaciones “Heroica”, opus 35, de Beethoven. El bicentenario de su muerte en 2027 podría ser el pretexto idóneo.