Como si de una consigna secreta se tratase, la frase que canta el coro nada más acabar el primer dúo de Luisa y Rodolfo: “¿Oísteis? Repican las campanas; vamos, el cielo nos invita”, dio pie a que todos los celulares que había en la sala comenzaran a zumbar. Era un ES-Alert, un mensaje masivo de Protección Civil, que hace catorce meses ni conocíamos y ahora salta cada vez que la situación meteorológica se complica. El director, Mark Elder, desconcertado, paró la función unos minutos. Pero al retomarla, el sobresalto inicial se convirtió en una molestia continua, pues no dejó de sonar, aunque con menor intensidad e intermitencia hasta el final, debido a problemas técnicos en los dispositivos o a la impericia en su manejo. Si bien la situación no pareció hacer mella en músicos y cantantes, impidió que siguiéramos con la debida concentración.

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Una fábrica de muñecas es el entorno elegido para esta producción de Luisa Miller
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Cuando sonó la alarma no habían pasado ni veinte minutos del inicio y todo iba rodado. Se auguraba una gran tarde de ópera. Elder facturó una obertura exquisita a telón caído. Sin ninguna distracción visual —lo cual es de agradecer—, se nos permitió saborear el delicioso fraseo que impuso, el colorido de la orquesta y un solo de clarinete de auténtica referencia. El mismo clarinetista se encargó de iluminar el breve amanecer con el que comienza el primer acto, subtitulado “El amor”. En este lapso se pudo comprobar el minucioso trabajo que se había hecho a todos los niveles. Música y movimiento de masas era todo uno. En su primera aria, “Lo vidi, e’l primo palpito”, Mariangela Sicilia encajó con precisión y gracia su picado con el de las madreas.

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Alex Esposito (Conde Walter) y Maria Barakova (Federica)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

A partir de aquí —pese a todo— resultó interesante conocer el concepto sonoro que Elder tiene de esta ópera. La condujo sin estridencias y sin la electricidad que a veces se aplica a la música de Verdi; dejando reposar las pausas y las cadencias para que el discurso se comprendiese. Ayudó a los cantantes cuidando mucho los acompañamientos y sacó todo el jugo posible a la orquesta. Los pianos fueron preciosos y los fuertes redondos. Sin estrépito. Bonito el perfilado del cimbasso en final del primer acto, elegido en lugar del trombón bajo para completar los bronces graves, y llamativa la oscuridad de clarinetes y fagotes que subrayó la frase que dice Luisa en “La intriga”, segundo acto: “D’interrogarti io tremo!”. No obstante, lo más cautivador fue la capacidad sinestésica que parecía tener el director para traducir en sonidos la paleta cromática del vestuario y de la luz. Todo armonizaba a la perfección.

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Mariangela Sicilia (Luisa Miller)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

Esta cualidad se pudo apreciar también tanto en el coro como en el elenco. Los colores de las voces fueron complementarios y la relación de fuerzas estuvo equilibradísima. Sicilia, sin aportar un sonido grande —acorde con lo que se le demanda—, lució legato en el agudo, afinación y delicados filados. Barakova puso la amplitud y el deleite en la coloratura, conformando en su primera aparición un dúo con la flauta en la más pura tradición donizettiana. Grigorieva, en su breve papel, completó con sobresaliente canto el trío femenino. De Tommaso fue un Rodolfo tan valeroso como doliente. Arriesgó hasta el punto de raspar algunos agudos en el tercer acto “El veneno”. Pero antes, en el cantabile “Quando le sere al placido”, ya había dado una clase magistral de técnica: control de fiato, legato y apoyo del sonido en la columna de aire sin perder tensión para proyectarlo hasta la última butaca. De Alcántara me gustaron los inicios de cada intervención, en estilo plenamente verdiano. Y los dos bajos, Esposito y Buratto, que por un momento llegaron a mimetizarse, estuvieron pletóricos en todos los sentidos.

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Freddie De Tommaso (Rodolfo)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

En la parte dramática, Valentina Carrasco traslada la acción a principios del siglo XX. Del castillo medieval a una fábrica de muñecas, lo que no evita alguna fricción conceptual. Con ello establece un doble juego simbólico. En el ámbito público se muestra la conflictividad laboral. Varias entradas del coro se parecen mucho a la icónica marcha de proletarios que inicia la película Novecento y los obreros reparten panfletos rojos. En el privado, la propia Luisa es un juguete manipulado por la burguesía. Cada producto que se fabrica representa un estadio diferente: la caza (de animales y de personas), la fragilidad de la protagonista y su relación con Rodolfo. La escenografía construida por Carles Berga juega ese mismo doble papel: en el piso superior reside la dirección de la empresa. Va y viene a modo de zoom para que presenciemos cómo se oficia el engaño. Ahí se muestra la doblez. La planta baja es el taller en el que se expresan los sentimientos. Los burgueses son taimados y los trabajadores nobles. Aquí, las referencias fílmicas también son plausibles. Podría pasar por un remedo operístico de series como Upstairs, Downstairs (Arriba y abajo) o Downton Abbey.

Finalmente, una vez instalados en la calma que permite la reflexión, la conclusión es clara: incluso en condiciones adversas, Luisa Miller salió airosa. La sensibilidad e inteligencia superó al ruido y a la incomodidad.

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