El regreso de la Compañía Nacional de Danza a tierras gallegas ha sido un gran acontecimiento que no ha dejado indiferente a los amantes del ballet. La ovación del público ya se podía predecir en los intermedios. A los aplausos incansables y vítores de gratitud, se le unió el entusiasmo de un auditorio en pie que acogió el ballet Don Quijote con naturalidad. Una reacción que demuestra el acierto de José Carlos Martínez en luchar por la recuperación del repertorio clásico, tras unos 25 años de vacío en los que no se había repuesto ninguna obra completa.
La CND no solo ha logrado despertar el espíritu necesario para la interpretación de un ballet vivo en el imaginario cultural −adaptación del capítulo del segundo volumen de la novela de Cervantes: Las bodas de Camacho−, sino que rompe con los clichés de "lo español" que la versión rusa intentó emular. Martínez se aleja de los estereotipos que Marius Petipa reprodujo en 1869, sin perder la dramaturgia coreográfica y la música original. La iconografía colorista de sus danzas no abusa de los retratos que se perciben desde el extranjero. De hecho, articula con destreza el lenguaje académico del ballet, impregnando de aromas folclóricos su estética. La colaboración de Mayte Chico en la coreografía del fandango y del bolero proporciona autenticidad a unas danzas que utilizan taconeos flamencos, vueltas quebradas y virajes en las manos. Las torsiones del tronco no son excesivas, salvo en la variación de Quiteria, cuyos profundos cambrés se ejecutan con vivacidad. Los "juegos" con el abanico dibujan figuras bellas en los conjuntos escénicos, sin entorpecer el movimiento del cuerpo, como tampoco lo hacen los capotes de los toreros. Su corte reproduce el diseño tradicional, rosa y en su reverso amarillo, completando el típico traje de luces. Si la tela era pesada, no impidió incluir movimientos vistosos que engrandecieron la figura del grupo de toreadores, en un mover volátil sobre sus cuerpos.
Las castañuelas, en manos de Sancho Panza −interpretado por Jesús Florencio−, no podían faltar. Aunque sería interesante pensar una Quiteria capaz de tocarlas como parte intrínseca de su variación y enriquecería la interpretación de Giada Rossi, algo escasa de la garra y la energía que se le presuponen al temperamento del personaje, pero con una técnica depurada de grandes extensiones, giros precisos y prudentes equilibrios. Esteban Berlanga, como Basilio, estuvo excelente tanto en las variaciones de solista, como en su compenetración con Rossi. Ambos representaron brillantes el paso a dos del último acto: elegantes portés, coquetas las paradas de las pirouettes y emotivos en la exaltación de un amor que terminará en final feliz gracias a la intervención de Don Quijote. Es destacable la teatralidad de las escenas pantomímicas, capaces de narrar con precisión las acciones argumentales hacia una asequible comprensión del ballet. Estuvo espléndido Niccolò Balossini en el rol de Camacho, quien supo aportar ricos matices a su figura. Mencionar los marcados ademanes paródicos, guiños que rozan la caricatura y esa genial prolongación del gesto a la totalidad del movimiento corporal, en un personaje que no pierde la esencia de distinción tan característica de su clase.