El cine ha recurrido en numerosas ocasiones a la música clásica para reforzar contenidos narrativos específicos o para prefigurar un determinado acontecimiento. Así ocurre, por ejemplo, al principio de 2001, Odisea en el espacio, cuando resuenan los primeros compases de Así habló Zaratustra, de Richard Strauss. A veces, los compositores se presentan en el cine como objetos de un biopic, como es el caso de Mozart en la conocidísima Amadeus. Sin embargo, resulta menos habitual encontrarlos en la producción misma de una banda sonora, pues parece asumido que existe un tipo de compositor para el cine y otro para los auditorios. Entre los compositores de música clásica que han escrito música concretamente para el cine hay que destacar a Sergei Prokofiev, que nos dejó nada menos que seis películas y dos partituras para sendos filmes que nunca llegaron a realizarse. La historia de Prokofiev como compositor de bandas sonoras es interesante, además, por su vinculación con los momentos previos a la Segunda Guerra Mundial, y con dos personajes asimismo trascendentes: Sergei Eisenstein y Jossif Stalin.
Cuando Stalin llegó al poder impuso en Rusia un régimen politizado de la creación artística, según el cual los artistas debían exaltar a sus líderes y a sus gentes, mostrando la grandeza de las clases trabajadoras y del propio Estado. Todos los artistas debían estar sometidos a un férreo control, y producir obras que se manifestaran en un lenguaje accesible a las masas. En este orden de cosas se prohibieron las vanguardias extranjeras y el arte soviético se aisló respecto a las corrientes internacionales. Y para asegurarse el éxito de la empresa, las autoridades ejercieron el método del terror, censurando, prohibiendo, condenando, y ejecutando ocasionalmente a todo aquel que no respondiera a sus postulados.
Uno de los grandes perjudicados por este proceder fue Eisenstein, el aplaudido director de El acorazado Potemkin. En 1937 Eisenstein se encontraba rodando El prado de Bezhin, cuando las autoridades paralizaron el proyecto por considerarlo "antiartístico y políticamente sin fundamento". Esto supuso un fracaso en la carrera del director y en la de su compositor, Gavriil Popov, cuya música sinfónica ya había sido criticada y perseguida por el régimen. También Prokofiev fue hostigado por el Estado. Peregrino por Europa y los Estados Unidos, Prokofiev se había ganado un puesto entre los compositores más reconocidos del siglo XX. Decidido a regresar a Rusia, pero con la intención de continuar con su carrera internacional, se estableció en Moscú; sin embargo, en 1938 las autoridades soviéticas le retiraron el pasaporte, eliminando con ello sus esperanzas de abandonar el país y de continuar con su solvente gira americana. Tanto Prokofiev como Eisenstein eran mirados con recelo como consecuencia de sus estancias en el extranjero, y fundamentalmente por sus periplos por los Estados Unidos.
Estos no eran los únicos asuntos de los que se ocupaba Stalin a finales de 1930. La inminencia de la Segunda Guerra Mundial y la sombría amenaza de Alemania requerían una mayor fortificación del espíritu nacional, y en ese proceder de exaltación de los líderes patrios y de sus gentes, Stalin centró su mirada en el cine como medio para llamar la atención de las masas. La elección era obvia: había que recuperar a Eisenstein. Sin perder un instante, el politburó le encomendó la tarea de realizar una película sobre uno de los mayores héroes nacionales rusos, Alexander Nevsky (1220-1263), cuya gran gesta había sido repeler la invasión de los Caballeros Teutónicos, valiéndose de aguerridos soldados y de numerosos campesinos. Dado que los Teutones eran monjes guerreros alemanes, la película habría de servir de propaganda ante la posibilidad de una acción beligerante por parte de Alemania. La productora Mosfilm reinició el trabajo con su equipo tras el fracaso de El prado de Bezhin, pero como Popov había sido destituido como compositor fue Sergei Prokofiev quien recibió la oferta de componer esta banda sonora, por la nada despreciable suma de veinticinco mil rublos.
Y es que Prokofiev no era nuevo en el negocio de la música de cine. Durante su estancia en los Estados Unidos había tenido oportunidad de asistir a los estudios de Disney. Allí, los técnicos de grabación registraban, en pistas diferentes, los diálogos, la música y los efectos de sonido, para luego ensamblarlos en total coordinación con la imagen. En otra ocasión, con motivo de una visita al rodaje de Spawn of the North (1938) de Henry Hathaway, había anotado sus impresiones sobre el método de grabación de la banda sonora; los músicos tocaban sus partituras encerrados en una cabina insonorizada, sin escuchar el resto de la música orquestal. Se trataba de conocimientos que no convenía desechar y, por tanto, Eisenstein decidió involucrar a Prokofiev en todos los aspectos de la producción del film.
Sin embargo, por aquel entonces los medios de grabación y edición rusos diferían mucho de los americanos, y Prokofiev no podía recurrir a las posibilidades que ofrecían los estudios de Hollywood. Es fácil apreciar la calidad deficiente de esta grabación en un visionado de la versión original de la película. No obstante, el compositor se las ingeniaba para sacar a estas limitaciones técnicas el máximo partido. Por ejemplo, para intensificar el rechazo hacia los Caballeros Teutónicos situó el micrófono justo enfrente de los instrumentos de metal, produciendo un sonido distorsionado que propiciaba efectos sumamente dramáticos.
Otros aspectos estéticos fueron discutidos en el transcurso de la filmación. Para Eisenstein, la ubicación cronológica y el carácter religioso de los invasores alemanes justificaban la inclusión de antiguos cantos litúrgicos para la escena de "La batalla en el hielo". Prokofiev rechazó la propuesta al considerar que esta música antigua era desconocida para la gente del siglo XX y que, por tanto, carecería de impacto emocional. Para describir a los defensores rusos debía componer una música con la que el pueblo se sintiera identificado, mientras que para representar al invasor necesitaba una música repelente y distorsionada, y esto habría de conseguirlo, una vez más, experimentando con los instrumentos y los micrófonos.
El estreno de la película el día 1 de diciembre de 1938 convirtió el trabajo de Eisenstein y Prokofiev (señalemos también al magnífico director de fotografía Eduard Tisse) en un auténtico taquillazo. Ambos recibieron la aprobación del régimen y la película se encontró entre las obras ganadoras en la primera edición del Premio Stalin, siendo su principal galardonado el propio Eisenstein. A Prokofiev no se le concedió el premio. No obstante, reelaboró posteriormente la partitura dándole forma de cantata, Alexander Nevsky, Op.78, siendo esta la versión que más se graba actualmente y la que más se programa en las salas de conciertos.
Eisenstein y Prokofiev volvieron a colaborar en dos películas más después del éxito de Alexander Nevsky: las dos partes de Iván el Terrible, con acogidas desiguales. La primera parte fue muy aplaudida, pero la segunda no recibió la aprobación de Stalin, pues representaba a un líder ensombrecido por el desequilibrio mental y por la tiranía, y fue consecuentemente censurada. Tanto el cineasta como el compositor nunca pudieron ver en vida el fruto de esta colaboración. Parece que los dos maestros habían iniciado los preparativos para colaborar en una nueva película llamada El amor de un poeta, pero este proyecto no se pudo llevar a cabo debido a la repentina muerte del director el 11 de febrero de 1948. El técnico de sonido de Eisenstein, el también compositor Boris Volsky, anotó en sus "Memories of S.S. Prokofiev", que este nunca volvió a aceptar el encargo de componer una banda sonora, por considerar su carrera cinematográfica, "desde la muerte de Sergei Mikhailovich Eisenstein, terminada para siempre".