No engaño a nadie, nunca me ha atraído la Navidad ni su “magia” repleta de historias insípidas y aburridas. En ese sentido, soy consecuente y las representaciones navideñas de El cascanueces siempre han resbalado en la pared de mi interés. Sin embargo, los nuevos proyectos aunque, estén basados en ideas antiguas, me resultan intrigantes. Este y no otro fue el motivo por el que asistí al estreno que la Compañía Nacional de Danza propuso para culminar un año que, dicho sea de paso, ha resultado sumamente interesante.

Algunos detalles de la propuesta de José Carlos Martínez ya eran conocidos: siguiendo el libreto original de Marius Petipa, la historia se traslada a 1910 buscando un marcado énfasis entre el realismo y el mundo imaginario de la protagonista.

El día del estreno en el foso del Teatro Real teníamos a la orquesta titular, la Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigida por Manuel Coves. Muchas son las voces que han dicho que el brillo musical estuvo en el primer acto, mas mis oídos agradecieron, enormemente, su actuación en ambos. Algo que manifiestamente elevó el nivel fue la intervención del coro de los Pequeños Cantores de la ORCAM. Mientras esto ocurría en el foso, el escenario se llenaba con una austera, pero funcional, decoración concebida por Mónica Boromello que logró no endulzar demasiado el ambiente, siempre azucarado, de este ballet.

Sin perder de vista que El cascanueces es un espectáculo concebido para niños, la versión que nos presenta José Carlos Martínez hace guiños inteligentes al amplio público, suavizando en lo posible la atmósfera, usualmente recargada, de otras muchas versiones. Otro gran acierto ha sido el vestuario realizado por Iñaki Cobos que, inspirado en los prolegómenos del siglo pasado, nos abre una ventana hacia un mundo burgués reconocible aunque con tintes mágicos.

Centrándonos en los intérpretes, Cristina Casa sacó a bailar una Clara simpática con momentos virtuosos y brillo juvenil. Por su parte, el Cascanueces en el cuerpo de Alessandro Riga cobró la vida esperada y funcionó como un excelente partenaire en ese viaje al mundo onírico donde se desarrolla la mayor parte del ballet. En cambio, no fueron especialmente interesantes las diferentes danzas del segundo acto, donde sí asistimos a un cuerpo de baile sólido y entrenado. Tampoco hubo grandes luces técnicas en el reconocido y esperado "Vals de las flores" que, aunque aplaudido, no transmitió ese extra que se busca en los momentos cúspides de una coreografía conocida.

Esta ha sido la segunda aventura clásica de la Compañía Nacional de Danza. Hemos tenido que aguardar casi un cuarto de siglo para que Madrid vuelva a bailar en puntas, mas todo parece indicar que el futuro nos deparará proyectos ambiciosos. Existe energía y materia prima para afrontarlos.

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