Para todo amante de la ópera es un auténtico placer ver a un cantante en el pico de su carrera, cuando mejora con cada función y conquista nuevos roles. El debut de Javier Camarena como Edgardo ha sido un nuevo y convincente paso en su carrera, lo que, unido a la carismática Lucia de Lisette Oropesa y a la potente puesta en escena de David Alden, ha contribuido a una noche triunfal en el Teatro Real.

Edgardo es un rol complicado para todo tenor lírico-ligero. Sus primeras frases en el Acto I son constantes saltos heroicos sobre el pasaje (casi todas las frases terminan en un fa o un sol), donde la voz de Camarena aún parece incómoda y pierde parte de su rico y bello color. Además, atacó casi todos los sobreagudos con la ayuda de portamentos, siempre abriendo un poco al principio para corregir inmediatamente con una cobertura magistral. Aparte de estas limitaciones iniciales, es sorprendente cómo domina el rol, como si lo llevara cantando años. La riqueza y el contraste de su fraseo, desde el noble ofendido al amante etéreo, sostenido por un control total del color y las dinámicas, es una clase magistral de bel canto. En el sexteto evitó la escritura dramática con una lacerante expresión de rabia contenida. Pero fue en “Tu che a Dio spiegasti l'ali”, precisamente la parte más lírica del papel, donde brilló exultante, con una perfecta media voz y el éxtasis de la subida al do sostenido en “ascenda”, escrito oppure en la partitura y casi nunca cantado.

Dejando de lado el triunfal debut, fue Lisette Oropesa la que tiró el teatro abajo con su directa honestidad en escena y una comunión total con el concepto de la producción. Un triunfo dramático que no fue tan redondo en lo vocal. Su técnica es canónica, permitiéndole un control total de su bella voz, que tiene un centro cálido y de sobria elegancia. A pesar de tener todos los mi bemoles, su instrumento tiende a apretarse en el sobreagudo, donde suena tenso e inseguro, haciendo que las cabaletas, especialmente los da capo, perdieran interés y efecto. Su escena final, sin embargo, fue magnética, fraseada con sutileza y cantada con trinos perfectos y asombroso fiato en los largos arcos.

Artur Ruciński fue un duro y despiadado Enrico. Algo frío en su aria de entrada, fue mejorando a lo largo de la función hasta su impresionante y autoritario dúo con Lucia. Roberto Tagliavini posee una de las voces de bajo más bellas de la actualidad, con un timbre sedoso y lírico que seduce al oído pero que pierde autoridad en la franja grave. Yijie Shi fue un verdadero lujo como Arturo, con su canto elegante y su atractiva voz de tenor ligero, y bien podría haber sido el tercer Edgardo de estas funciones. El coro, menos empastado que lo habitual, se lució en su escena antes de la “locura”, con potentes agudos y buen contraste dinámico.

Daniel Oren concertó bien y permitió que todas las secciones se oyeran a la perfección. Con pulso enérgico alteró y estiró algo caprichosamente los tempi, creando un interesante efecto de inestabilidad, aunque algunos rallentandi extremos cortaban la tensión de las frases. La cuerda sonó fresca y sensual como de costumbre, pero las trompas no lograron brillar en una partitura que les da tantas ocasiones de lucimiento. Buena decisión la de utilizar la armónica de cristal en “Il dolce suono”, menos precisa pero mucho más evocadora y trágica que las flautas. También se agradeció que se dieran todos los da capo y no se hicieran los habituales cortes.

La puesta de David Alden, estrenada en la ENO y bien conocida, es una potente revelación de la esencia psicológica de la trama. Ambientando la acción en una casa que se desmorona asaltada por los deudores, perfectamente diseñada por Charles Edwards, Alden presenta a Lucia como la víctima definitiva: rechazada por Edgardo, maltratada por su hermano, manipulada por Raimondo y quién sabe lo que sufrió de Arturo en la noche de bodas. Sin embargo, su rebelión en la escena final no es ni un ataque de locura ni un giro heroico de una mujer que toma las riendas, sino la sombría representación de un drama gore que sólo tiene sentido como divertimento enfermizo del público. La escena final supuestamente se inspira en las obras de teatro que los internos de asilos mentales en el siglo XIX representaban para los benefactores. A pesar del lenguaje extremo, no siempre todo lo efectivo que pretende, la Lucia de Alden señala al justo centro del drama: el Romanticismo como la tumba de una mujer a la que se le impone la supervivencia de su estirpe (siempre presente en escena a través de siniestros retratos fotográficos), y cuyo cuerpo es usado como moneda de pago de las deudas familiares. Incluso Edgardo está caracterizado desde el punto de vista de Lucia, como un espíritu amigo que vive en las bambalinas de su infancia. Al final, Enrico fuerza a Lucia a presenciar la caída de Edgardo, como derribo definitivo de sus fantasías juveniles. No fue fácil aplaudir después de esa escena, pero la excelencia vocal del reparto enseguida disipó el amargo final.

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