Un réquiem es, por definición, un rito que conecta la experiencia individual de la muerte con el deseo colectivo por trascender. Britten perfeccionó este intento de vínculo y compuso un réquiem para la humanidad, construido no solo sobre las ruinas de la catedral de Coventry, sino también sobre la devastación moral del continente. Inspirándose en la espinosa aceptación de su actitud pascifista hacia la Segunda Guerra Mundial– un fantasma que también habita las sombras de Owen Wingrave –Britten dio a luz a una de sus composiciones más ambiciosas. El Real ha reunido a un magnífico equipo para la ocasión, cerrando así un espléndido ciclo dedicado a Britten esta temporada, tras una memorable Death in Venice y un sobresaliente concierto de Canticles/Nocturne a cargo de Ian Bostridge.
Britten siempre buscó agradar al público, expresar ideas complejas, a veces oscuras, con un lenguaje musical estilizado pero transparente. El War Requiem puede que sea el mejor ejemplo de este deseo de ser comprendido y reconocido. Fue consciente de su compromiso público como compositor y de la solemnidad del mensaje que trataba de transmitir, así como de los límites tácitos del encargo. Su alegato pacifista podría haber sido sin duda más acerado, y su descenso al barro de las trincheras más brumoso, pero la escena final –casi una nana– no podría haber resultado más liberadora. A pesar de la aparente extroversión de la obra, todo se expresa a través de un conjunto mínimo de recursos que arrastra la naturaleza monumental de la misa de réquiem hasta la intimidad de la experiencia particular del poeta Wilfred Owen. La estructura triple de la obra refleja y resuelve esta aparente contradicción: el War Requiem se podría describir como un ciclo de canciones para orquesta de cámara y dos voces, donde se halla toda la esencia de la obra, para el que la orquesta, el coro al completo con una soprano a la cabeza, el órgano y el coro de niños no son más que un refuerzo (como en una catedral, donde el entramado de pilares y contrafuertes no son sino el sustento de las vidrieras).
Es increíble cómo Britten usa los poemas de Owen para introducir el contenido de los textos litúrgicos de la misa de réquiem en una narrativa contemporánea. Los dos textos van en paralelo y se cruzan ocasionalmente, entrelazándose para crear impresionantes nuevos significados. El verso de Owen "Was it for this the clay grew tall?" halla un desolado marco en las notas del Lacrimosa, y la historia de Abraham e Isaac, subvertida por Owen, ("but slew his son, and half the seed of Europe, one by one") desafía con audacia el sentido del Hostias. Pero la interacción más compleja la encontramos al final: en este réquiem, el reposo eterno no llega tras el severo juicio de Dios, sino tras el perdón sincero de los dos enemigos y su tranquilizadora invitación a dormir, una vez que el mundo se ha batido en retirada. Un "mundo en retirada" también en la playa de Lido, donde Aschenbach yace dormido tras la hecatombe y posterior reconciliación entre Apolo y Dionisios.
Pablo Heras-Casado, en un descanso de las funciones de El Público de Sotelo, dirigió la orquesta del Teatro Real y confirmó el notable nivel técnico y la madurez estilística que ha logrado en los últimos años. Heras-Casado, que a los 37 ha consolidando una carrera imparable, ofreció una versión canónica y prudente de la obra de Britten, siempre manteniendo el volumen y la intensidad bajo control, privilegiando lo cerebral sobre el artificio, haciendo que los tempi tranquilos contribuyeran a una exposición transparente de la partitura. Su rechazo consciente del misticismo no debe confundirse con superficialidad, incluso si uno no puede evitar pensar que su última palabra en esta obra aún está por llegar. La orquesta tuvo algunas grandes intervenciones solistas, especialmente el primer violín y el clarinete de la sección de cámara. Quizá más ensayos o tal vez una gira de conciertos hubieran pulido la interpretación, pero en general fue un gran trabajo. El coro mostró un sonido perfectamente uniforme y dio prueba de un auténtico compromiso con la visión de Heras de la obra, y el coro de niños sonó sorprendentemente maduro, con fraseo en ocasiones sobrenatural.
Susan Gritton se vio superada por la extensión vocal del papel, escrito para soprano dramática y con demasiada frecuencia mal adjudicado a sopranos ligeras. Su voz es elegante y musical, pero a pesar de eso, carece de la densidad y el peso necesarios en las largas frases del Lacrimosa y sonó tensa y fija en las notas más agudas. Por su parte, los dos solistas masculinos estuvieron excelentes. John Mark Ainsley demostró que es un especialista en el repertorio y que domina el complejo estilo vocal que Britten creó para Peter Pears. Cada intervención estuvo llena de detalles de fraseo, gracias a un absoluto control de su instrumento (una voz de tenor lírico con un interesante toque nasal). Redondeó su papel con una intensidad introspectiva que contrastó con la interpretación enérgica y expansiva de Jacques Imbraillo, cuya extremadamente bella y cálida voz de barítono casi se lleva el protagonismo de la noche. Aunque algo gutural, quizá debido a la colocación relajada, en ocasiones cercana a la desimpostación, su voz relució con sorprendente claridad. Estuvo brillante en su intervención final, en una interpretación sutil pero teatral del encuentro final de los dos soldados.