El Gran Teatre del Liceu inició la temporada presentando una de las compañías que va abriéndose paso ante el panorama de la danza internacional, conjugando lecturas innovadoras sobre repertorio moderno, con una convivencia latente entre el ballet tradicional y las nuevas propuestas coreográficas planteadas por la dirección. Este híbrido, formado por más de una veintena de bailarines, encabezados por el coreógrafo Edward Clug y bajo la dirección de Ivan Cavallari, mostró magnificencia y rigurosidad en una noche en la que tocaba afrontar dos tótems de la herencia europea: Pergolesi y Beethoven.

Sus espectáculos no tienen nada de ingenuo. El cuerpo tuvo que perpetrar, en una primera parte, el intimismo del lamento de una Virgen María a partir del Stabat Mater, que acabó siendo la representación de un dolor universal. Muy sugerente fue la concepción de este tema donde el cuerpo se dividió en dos, mostrándose hombres y mujeres contrapuestos en bandos, colores y actitud ante ese momento del fin de la vida. Con la intención de Clug justamente de contraponer la vida y la muerte, el vestuario seleccionado por el figurinista Jordi Roig y el trabajo lumínico de Marc Parent, el trato del sufrimiento de María quedó inmortalizado en una puesta de escena sutil, refinada y al mismo tiempo, cruda. El trabajo de Parent aportó la serenidad y la espiritualidad al eje narrativo de la representación, muy idóneo para este tema, que recrea una obra litúrgica correspondiente al siglo XIII. Les Grands Ballets convertido en dos bandos en el escenario: tanto la vida como la muerte llevaron a cabo una demostración de la fragilidad y perdurabilidad de ambas, y dispusieron de una propuesta que, aunque brusca en el planteamiento corpóreo, plagada de verdad y sensibilidad. La mezcla de la carga emocional de la pieza barroca y el trabajo escénico basado en la contemplación de la pérdida de la vida dio como resultado la imagen de una creíble unción. La intervención de la Orquesta del Gran Teatre Liceu fue dirigida por Dina Gilbert (directora musical de Les Grands Ballets de Montréal), donde también intervinieron la soprano Maude Brunet y la mezzosoprano Kimy McLaren, encargadas de ponerle voz al lamento de la Virgen. La orquesta se defendió con soltura, mostrando polivalencia y riqueza que conjugaron en todas las secciones con el cuerpo de la compañía.

Después de este marco de oración, el festejo, el júbilo y el frenesí se impusieron para dar pie a la Séptima de Beethoven. La exigencia y la rapidez del elenco fue una constante durante toda la representación, donde las secciones (sobre todo de los dos últimos movimientos) pedían diligencia a todo el conjunto. Los ejercicios presentados se acabaron por convertir en ciclos repetitivos, con pequeñas variantes a medida que la pieza avanzaba; el nivel técnico de la compañía se mostró a medida que la dificultad de la partitura se exhibía, constando la buena salud de la orquesta y el rigor de toda la compañía de bailarines. La pieza, denominada por Richard Wagner como “la apoteosis de la danza”, celebró en el Liceu el potencial de un cuerpo de danza que, a través de la unidad escénica, mantienen un carácter independiente e individualizado, haciéndose suyos todos los escenarios sin acabar de comprometerse ni con la modernidad ni con el clasicismo. Séquito que, como demostró en la noche del estreno, ocupa una posición fundamental en lo que a evolución de la danza contemporánea corresponde. O dicho de otro modo, Les Grands Ballets Canadiens de Montréal representan la necesidad urgente de muchas compañías de encontrar un estilo definido, con una línea de trabajo contundente y con una reputación internacional.

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