Adriana Lecouvreur es, en su totalidad, una defensa al arte. Al de la interpretación, al musical, al de la vida; todo diseñado en cada nota y palabra, representando un alegato a favor de la existencia como una obra de teatro. Con sus sorpresas, intrigas y dobles fondos. Su protagonista lo constata en un reducto de dramatismo escénico, conflictos emocionales y realismo trágico. Una mezcla que, a pesar de acercarse al heroísmo clásico, da vida a un personaje verídico, histórico, quien compartió el espíritu de la época de Racine y Voltaire, donde un entresijo de vínculos emocionales llevados al extremo acabaron con su vida. La musicalidad exultante y melodiosa hace de esta obra, con cierta densidad dramática, una pieza entre dos aguas por la tradición italiana romántica de Cilea: un punto de inflexión entre el verismo y el belcanto de indiscutible calidad artística, que Patrick Summers, a la batuta, y David McVicar, en escena, acercan al público actual.

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Escena de Adriana Lecouvreur en el Gran Teatre del Liceu
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

En este contexto, la idea del metateatro se presta de una manera lógica a la producción ideada por David McVicar. Este concepto se vuelve centro gravitatorio donde orbitan las pasiones humanas y un exquisito homenaje al mundo del teatro: dos temáticas clave que envuelven y dan forma a la narratividad de Adriana. McVicar ofrece una propuesta que adquiere elegancia y refinación estética; no hay recursos eclécticos, ni apuestas por líneas dramatúrgicas paralelas. El espacio se reduce a la materialización de una época y un contexto, cimentado por referencias al barroco francés escenificadas y vestidas por Charles Edwards y Brigitte Reiffenstuel, respectivamente. Escenarios móviles, espacios palaciegos, ballets de la época de Luis XV, belleza parisina y reseñas constantes a la Comédie Française son la alegoría imaginada de este melodrama con aspiraciones a convertirse en una oda a la actuación. Cabe decir que el diseño de McVicar, cada vez más propio del lenguaje cinematográfico, hace de la sutilidad la base y el leitmotiv de la significación de la obra.

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Daniela Barcellona (Princesse de Bouillon)
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu
De pocos cambios escénicos, salvo aquellos –nostálgicos– que evocan un tiempo en el que el teatro guardaba sus trucos de efecto y pasan a convertirse en una clase magistral de tramoyistas. En cuanto a dramaturgia, la única directriz desbordada se encontraría en la fisicidad de las emociones de los personajes, combinando la respiración entre líneas cantadas y besos fervorosos a cada rato. Este goce visual poco a poco se desvirtúa, se desmantela, a ritmo que su protagonista es engullida por la tentativa de destrucción que la acecha, hasta acabar finalmente con ella. Un paralelismo entonado acertadamente en combinar o conferir al propio espacio escénico –el mundo de Adriana– una personalidad propia, que transmuta a la vez con la propia personalidad de su estrella.

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Aleksandra Kurzak (Adriana Lecouvreur)
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

Frente a las caídas de programación (Jonas Kaufmann, Eleonora Buratto y Anita Rachvelishvili), el reparto final fue un despliegue feliz de lucimiento de voces. Una partitura desarrollada fluidamente, precisando los momentos melódicos más desbordantes; Patrick Summers fue claro y depurado, combinando finura y dramatismo en una forma de continuum organizado de pasajes recurrentes que, tensionados entre sí por las rivalidades interpretativas y vocales (quizás algo poco calibrado -el foso- en los momentos de canto spinto), entonaron con amplitud el epicentro anímico de la obra. La orquestación adquirió protagonismo propio; su predominio en el desarrollo motívico, el control sobre la intensidad rítmica y el papel dramático adquirido como elemento interpretativo de per se, hicieron del trabajo instrumental uno de los elementos de éxito del estreno.

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Carlos Daza, Marc Sala, Luis Cansino, Aleksandra Kurzak, Anaïs Masllorens, Irene Palazón
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

Aleksandra Kurzak puso voz al relato vivido de Adriana con claro dominio del canto legato, la expresividad en sus líneas y la musicalidad de las modulaciones. Con una voz regulada en los amplios y agudos, en plena fase de madurez, el rol lo trabajó desde una holgura más convincentemente interpretativa que cantada, en un registro que no acaba siendo el suyo, aun defendiéndolo con clara dignidad y con deleitoso gusto en la ejecución. En el papel de Mauricio, la presencia de Freddie de Tommaso fue una celebración en toda regla; controlando su matiz spinto recreó con facilidad la diversidad de acentos, otorgándole esa dignidad heroica, con una proyección envidiable, además de un dominio continuado del lirismo musical. Daniela Barcellona fue otra de las alegrías haciéndose suyo el temperamento celoso y dramático de la princesa de Bouillon; como antagonista, su despliegue y control de los graves perfilaron un personaje que dominó la escena, por un patetismo bien enfundado en la recreación. La guinda con Ambrogio Maestri como el bufo Michonnet logró el triplete; convirtiéndose en contrapunto entre lo cómico y lo melancólico, Maestri defendió con más que eficacia la expresividad y voz de su personaje.

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Freddie De Tommaso (Maurizio) y Aleksandra Kurzak (Adriana Lecouvreur)
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

Un trabajo musical discernido dio como resultado una trágica Adriana Lecouvreur, convenciendo a un público que se dejó llevar por la representación de la vida a manos de “una humilde servidora del genio creador”. 

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