Para una servidora, Akhnaten forma parte del magnum opus personal. Por supuesto, daba por perdida la posibilidad de poder verla representada alguna vez. La primera (y última) obra escénica de Glass programada en España fue en 1992, Einstein on the Beach, en el mismo Liceu; el Palau de la Música la interpretaría en versión concierto en 2019, con motivo del octogésimo aniversario del compositor. Frente a los cientos de programaciones de Mozart, Beethoven o Wagner por año, Glass no forma parte del gran repertorio. Lo mejor, es que tampoco nunca le ha importado, es una edición limitada: el cometa Halley de los auditorios de Europa. Pero la rareza que muchos ansiábamos se convertiría en una oda a la celebración del arte al divisar, en la nueva temporada liceísta, la programación de Akhnaten; esta contaría además, con la misma exitosa producción de Phelim McDermott, el mismo equipo técnico y dirección musical, y prácticamente el mismo reparto.

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Katerina Tretyakova (Queen Tye), Anthony Roth Costanzo (Akhnaten), Rihab Chaieb (Nefertiti)
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

Akhnaten simboliza un viaje atemporal que va más allá del paradigmático faraón Akenatón, quien reorganizó la jerarquía cósmica imperante y destinaría todo el poder a un único dios. Glass posicionó al primer monoteísta como gestor del macrocosmos, musicalizando la dualidad entre poder y vulnerabilidad del ser humano más que en una ópera, en una ‘acción escénica con música’. La producción supone un gran telar en el que se representa la radicalidad del espíritu frente a la condición vital. Jeroglíficos animados, rayos solares y un dios que preside el escenario en forma de esfera gigante; las acciones rituales tomadas del Libro de los Muertos o el empleo del acadio, hebreo, egipcio y el inglés conjuntamente, son algunos de los rasgos que componen la narratividad y configura la obra en clave espiritual, no historicista. La puesta en escena es infalible para la retransmisión de los conceptos más antropológicos y espirituales del autor: una multiplicidad a referencias culturales y ceremoniales de una cultura milenaria que aún conecta con lo más primigenio. El resultado es una plástica visual en la que los ritmos son visualizados a través de los malabares (a cargo de la Gandini Company), confrontados con el ritmo interno del personaje principal, donde su tiempo es vivido a través de un slow motion permanente. La sucesión de todos los cuadros escénicos dan una vasta simplicidad orgánica, el paso a un estado musico-meditativo en una atmósfera onírica, dada gesto a gesto, por un planteamiento escenográfico y acrobático sobresaliente.

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Escena de Akhnaten con Anthony Roth Costanzo en el centro
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

Pero todo este marco no sería posible sin Anthony Roth Costanzo. Indiscutiblemente, motor fundamental de la ópera como Akenatón, dio una clase magistral dramática y vocalmente. Teniendo dominada la cascada de acordes arpegiados, la repetición lírica, los ritmos cambiantes, e incluso el dominio del catalán con el Himno del segundo acto, el contratenor lidió con la complejidad de las tesituras, acompañadas de varios muros orquestales. Su ejecución, celebrada y aupada por el público, confirmó un trabajo personal dedicado a este proyecto faraónico, en el que logró una representación imperiosa del tratado de Glass. Así con ello, Costanzo estuvo acompañado del trabajo de Rihab Chaieb y Katerina Estrada, como Nefertiti y Tye respectivamente, para el conjunto final, destacando también por la destreza en encarar unos roles que exigían dominio de modulación. Zachary James marcó el contrapunto más recitativo de la obra; como Amenhotep/Escriba, su papel encaró la tarea narrativa con proyección y control escénico muy alabado.

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Akhnaten en el Liceu
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

El foso orquestal del Liceu logró controlar las fórmulas, patrones y variaciones rítmicas y melódicas de la partitura; con resoluciones concisas y control de los cambios constantes, la orquesta ejecutó un desarrollo con viveza y en grupos estipulados. La batuta de Karen Kamensek designó con tino los cambios sutiles que se encontraban en las fórmulas musicales; a través de la organización de capas sonoras, la directora estadounidense capitaneó todos los registros con resolución dado al conocimiento y trabajo previo con el que partía. Una musicalidad lineal y compenetrada perfectamente con el proscenio, siendo todo el conjunto la otra estrella de la noche.

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Zachary James (Amenhotep III) y Anthony Roth Costanzo (Akhnaten)
© Sergi Panizo | Gran Teatre del Liceu

Akhnaten llenó el Liceu. Capturó una infinidad de detalles en un tiempo que, paradójicamente, pasó muy rápido. La esencia captada por cada gesto, trazo y nota, fue la expresión final de lo que para algunos significa el arte. Agradecida de haberlo podido vivir y celebrar, sólo me queda recomendarla repetitivamente. Y a esperar hasta el próximo cometa.

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