Se hace el cierre final de la temporada escénica en el Gran Teatre del Liceu con un estreno dividido por el desequilibrio; una obra que a pesar de tener todos los recursos musicales de su parte, contando un plantel vocal distinguido para su representación, se vio empequeñecido por la idea subyacente de una Rusalka que no encontraba su lago en este mundo escénico. Dentro de una vorágine de incomprensión e incomunicación, la ninfa de propiedades inmortales hizo frente al conflicto vital enfrentando amor, tradición y aislamiento. Su autenticidad es la paradoja final: Rusalka no tiene un papel en esta obra. Está pero no está; su presencia es causa y sentido de todo, pero orbita en el mundo, deambula tanto en el plano metafísico como escénico. Una ninfa que abandona el agua por un mundo que la deja enmudecida y en muletas.

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Asmik Grigorian (Rusalka) y Piotr Beczała (Príncipe)
© Antoni Bofill | Gran Teatre del Liceu

Los recursos de Christof Loy se ven en problemas cuando la fachada de una imagen no es lo suficientemente efectiva como para hacer transcurrir la narratividad con naturalidad. El onirismo romántico es desvirtuado por los factores de ‘firma’ del escenógrafo; la desvirtuación del sentido de una obra, de nuevo, paga la cuenta a favor de una estética dictaminada. Y es que Loy pasa de puntillas por el elemento imprescindible y central de la historia: el agua. El conjunto espacial sin delimitaciones, en el que confluyen realidad con fantasía, se abría con sentido fluido, pero el elemento acuoso, fundamental como símbolo entre la vida y la muerte de la ninfa, es substituido por una idea vaga que ahonda en la imagen de lo que hay detrás (un simbólico lago). El director alemán intenta el acierto, pero Rusalka exige la acuosidad –metafóricamente creíble o estrictamente literal– como parte de su ser: por ser motivo de virtud y de condena de la protagonista. En cambio, nos adentramos una vez más en las cuatro paredes que hacen de telón de hierro del director. Las fiestas de salón y la tendencia decimonónica ya son recursos más que conocidos para un público acostumbrado a Loy, pero que complican el sentido último de la complejidad emocional que envuelve esta obra. El espectador debe imaginarse el resto de la idea, el concepto, porque en este caso las expectativas se ven ahogadas por los resultados. La sencillez puede ser el acierto óptimo frente al peligro de devaluar la potencialidad de la historia, además de acabar transformándola por completo. A esta enorme Rusalka le ocurrió esto: Loy la saca del agua, la convierte en una lisiada y la encierra en su propia historia.

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Karita Mattila (Princesa extranjera)
© Antoni Bofill | Gran Teatre del Liceu

Pese al poco acierto escénico, la potencialidad musical hizo de regulador en la producción, consiguiendo uno de los espectáculos que ya ha marcado sentencia. Posiblemente, una de las mejores lecturas que haya proporcionado Josep Pons ya no solamente en esta temporada, sino muy probablemente en la historia del auditorio condal. El agua estuvo musicalmente presente, aportando la ligereza que hace de contrapartida a la densidad del drama; la ninfa de ballet coja y muda contó su historia a través de una riqueza y despliegue orquestal de muy notable rango. Acompasado y maleable, la línea de Pons llevó a una ejecución de sonidos cálidos y de calidad. Los matices, los fraseos, la danza entre secciones –espectaculares los cuadros entre metales y vientos– fueron parte de la metodología del capitán del foso liceísta, moviéndose entre coreografías que entonaban aires populares eslavos. Una orquestación, ovacionada, defendió el lirismo colorido de dinámicas y fraseos plagadas de variantes.

Un nivel musical de vértigo, complementado por un reparto lírico inmejorable que enmarcó melodías y acentos de principio a fin en una tónica reposada y medida, en la que la transparencia de la ejecución posibilitaba un escenario brillante para el lucimiento de los cantantes. Asmik Grigorian dio vida a una Rusalka mayúscula, de agudos seguros y con un centro bello, de expresión rica, polivalente; sentida, creíble y excelsamente escénica, Grigorian hizo de su expresión vocal y controlada en lo dramático el esbozo idóneo de la trágica protagonista. Le acompañaba en el papel de Príncipe otro gran tótem; Piotr Beczała, con un recorrido extenso, proyectó un timbre claro, controlando las proyecciones de los agudos y representando varios de los momentos cumbres de la noche, reafirmando la calidad de una proyección profesional de hondura. Y si cabe resaltar alguna presencia más, esa fue la de Aleksandros Stavrakakis; en la retaguardia, como Vodnik, sorprendió por su buena modulación, de registro acorde y que no se achicó frente a la pareja en el escenario.

Asmik Grigorian (Rusalka) © Antoni Bofill | Gran Teatre del Liceu
Asmik Grigorian (Rusalka)
© Antoni Bofill | Gran Teatre del Liceu

Dejando de lado la sonora queja del público frente al equipo escénico, la recepción al reparto y al foso orquestal –especialmente a la dirección de Pons– fue de absoluta ovación, inundando la sala del Liceu con un final de temporada de exhibición musical de primer orden.

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