En la espera del inicio de un concierto, se escenifica nuestra sociedad. Los espectadores que llegan más puntuales de lo normal muestran a todos los presentes la manera de transitar el tiempo. En este no-lugar confluyen diversos rituales. Se revisan los últimos wasaps, se contestan correos electrónicos pendientes, se examina concienzudamente el programa, se parlotea, se hacen selfies o sencillamente, se observan unos a otros. No hay ninguna intencionalidad en estas acciones, pero la pantalla de subtitulación ubicada encima del escenario coral las empieza a cuestionar. La pantalla, que empieza a interactuar con el público que ya está en sus butacas y con los que todavía están buscándolas, se pregunta y nos pregunta qué es el tiempo, cómo lo aprovechamos y si lo estamos viviendo. Le pone énfasis a la vida y se lo quita a la muerte. Nos avisa que lo que vamos a ver no es una misa de difuntos; ni tan siquiera un concierto. Es un desconcierto.
La obra póstuma de Mozart y de Süssmayr es un poema universal y el officium defunctorum más célebre de la historiografía musical. Su relevancia y calidad musical está más que justificada, apartando todo tipo de leyendas que le insuflan, por otra parte, más interrogantes e interés puramente ornamentales. Bajo la sombra de este gigante, coro y escena se encuentran para agrandar su significancia y mostrar la otra cara de la música. Y es que los textos dramáticos del Réquiem son un canto a la vida. La expresión del miedo a la muerte que envuelven sus secciones al servicio religioso esconden el amor a ésta y, ahora sí, el miedo a perderla.
El Orfeó Català lleva a cabo una versión escenificada e invade escena, pasillos, palcos y escaleras. El objetivo de Pere Faura, el ideólogo de esta danza de la muerte (como la ha apodado), es que a través de la teatralización de la pieza, el coro no permanezca estático ni traduzca con la mirada aquello que canta, sino que lo baile, lo sacralice con movimientos y realice un acto inmersivo con el público. Una propuesta, debo decir, ya introducida magistralmente por Romeo Castellucci hace poco más de dos años. Sugerente planteamiento para salir del registro convencional, pero hubo recursos que fallaron. Y es que a pesar de que el coro desarrolló un increíble trabajo interpretativo y musical, incluyendo momentos cantados brincando o acurrucados en el suelo, este espectáculo escénico contaba en ocasiones de flojera coreográfica y argumentativa (¿por qué las gafas de sol en el Rex tremendae y las enormes flores de papel maché del Sanctus?). Una armonía desigual acabó por invadir la sala coral del Palau, pero en la que no faltó precisión y excelencia tanto en trabajo coral como orquestal.
Simon Halsey guio a una Orquestra Simfònica del Vallès ágil en la ejecución. La gran variedad de cromatismos se acentuaron y tuvo especial cuidado en resaltar también los timbres más sombríos. La solemnidad de la pieza en tonalidad menor reforzó la unidad del conjunto orquestal, en la que se encontraron fusiones interesantes entre la secciones de cuerda, subrayando intensamente los pasajes más polifónicos. Menos brillantes fueron las secciones del Sanctus y Benedictus, pero concluyeron con una recuperación en la última parte. Buen trabajo para los solistas, quienes evocaron la parte más simbólica y misteriosa de la obra.
Ovación final a un espectáculo que, a mi parecer, fue más a un trabajo limpio y preciso del coro y de la orquesta que por el ritual mortuorio de Faura. La fusión quedó a medio gas, aunque el mensaje de celebrar la vida llegó. Sea bailando o no.