Alberto García Demestres retrató en su momento a su Mariana Pineda; una ópera de cámara para piano y dos cantantes, con la colaboración de Antonio Carvajal como libretista allá a principios de milenio. Una idea que parte de un preludio, trece escenas y tres interludios musicales en el que se rememora a la granadina liberal que fue en contra del absolutismo, defendió la libertad y denunció el abuso de poder del reinado de Fernando VII, momento de su conocida “década ominosa”. En un contexto en el que ir a favor de ideales revolucionarios era motivo de detención y ejecución, Pineda se convirtió en el prototipo de la lucha personal y política. Sus actos pasaron a la historia popular, dedicándose y reivindicándose de mil maneras durante el paso de los años. A Mariana se le ha escrito, interpretado, cantado y bailado; de Lorca a Sara Baras, pasando por Margarita Xirgu o Carmen de la Maza, la figura sigue vigente en el imaginario artístico y Demestres vuelve a presentar en el Palau de la Música, veinte años después de su estreno, esta versión trágica del ideal romántico y mártir de la autodeterminación.
La música y la poesía de Demestres y Carvajal dialogan en un escenario sobrio, sin elementos, todo para potenciar su vertiente lírica. En ella se narran los últimos días de Mariana Pineda y los desencuentros entre esta y el juez Ramón Pedrosa, quien la pretende sin éxito y que llegará a tal punto de abuso que pasa por el chantaje sexual y la amenaza del patíbulo. El camino de la defensa de los valores propios deja claro desde el inicio que acabará con cualquiera. Una mujer en un mundo de varones a quien le da voz María Hinojosa, quien plantará cara a las amenazas de su antagonista, Pedrosa, rol interpretado por Joan Martín-Royo; entre medias aparece la voz narrada de Demestres, presente en escena mitificado como Dáuride, quien pretende intervenir como coro griego trágico. Una secuencia lírica de un solo acto que transcurre en la casa de Mariana y en la que a través de los diversos pasajes, intercalando dramatismo con vehemencia, relucen los contrastes entre la palabra y la autoridad.
Todo ello unificado en una propuesta escénica de la mano de Alba G. Corral, artista visual y evocada al trabajo interdisciplinar, quien pretende recrear un espacio minimalista a partir de una experiencia visual que evoca paisajes poético-electrónicos y entrelazarla con el discurso musical. Pero el tipo de recursos artísticos de Corral no conjugaron con demasiado resultado en el planteamiento puramente lírico y dramático de la obra, donde finalmente el único espacio creado fue la de una proyección algorítmica de imágenes y secuencias. Trabajo, quizás, más implicado y acorde para proyectos de raíz electroacústica que en una obra de cámara como esta, en el que la atención se presta al elemento acústico por encima del visual debido a su intensidad y patetismo.
Musicalidad y letra clara y directa; al piano, un Marco Evangelisti de largo recorrido en recitales líricos, evocando una partitura de tintes españoles que invitan a pensar en Falla y Albéniz. Acompañó el canto, de buena proyección y muy adecuado, de Hinojosa; la soprano, potente y resultante en su intervención, ofreció momentos excepcionales en los agudos. Martín-Royo defendió un Pedrosa intenso y de presencia escénica intimidante, con una gravedad brillante, rematando con ligereza un discurso musical muy afinado.
Una propuesta muy aplaudida por el público, probablemente no tanto por el planteamiento artístico, sino por la ejecución, y que hace desear que se vuelva a dar en otros auditorios del país para repensar la libertad.