La Orquesta Sinfónica de Galicia ofreció un programa ruso de gran envergadura en el Palacio de la Ópera de Coruña, en el que reunió a dos muy experimentados intérpretes rusos. La dirección estuvo a cargo de Vassily Sinaisky, batuta de amplia trayectoria internacional y autor de un ímprobo legado de grabaciones discográficas que ejemplifican el eclecticismo de sus intereses musicales. Como solista, la pianista Varvara Nepomnyashchaya quien regresaba al escenario donde hace seis años interpretó el Concierto núm. 27, de Mozart, para abordar esta vez el diametralmente opuesto Tercer concierto de Prokofiev.

El director Vassily Sinaisky © Marco Borggreve
El director Vassily Sinaisky
© Marco Borggreve

Es este Tercero de Prokofiev probablemente uno de los conciertos más programados por la Sinfónica de Galicia, pero es además un auténtico caballo de batalla que representa un gran desafío técnico y musical para cualquier pianista. Sin embargo, probablemente no sea Varvara, por su estilo refinado e hipersensible, la pianista más adecuada para una obra tan exhibicionista. Aunque fue una recreación correcta e incluso impecable, hubo muchos momentos clave en los que la potencia de su interpretación se vio al límite, como por ejemplo el cruce de manos en el Tempetuoso, con los graves en la mano derecha y los agudos en la izquierda, o de forma más general los glissandi extremos, los clusters de notas dobladas y otros muchos elementos técnicos con los que Prokofiev adereza brutalmente su partitura. En definitiva, fue un desafío semiresuelto por la solista. Sin embargo, sí que contó con la empatía de la orquesta, que se mostró muy cómoda y segura con la dirección de Sinaisky, quien extrajo de sus músicos una gran precisión y coordinación, fundamental para abordar los patrones rítmicos de esta música, tan complejos y cambiantes. Varvara se mostró mucho más cómoda en la propina; el Nocturno, op. 10, de Chaikovski, en el que exhibió la máxima habilidad para crear una atmósfera de ensueño y poesía. Su interiorización de los detalles expresivos de la pieza, reflejada en el uso de rubato y el control del tiempo, se tradujeron en una recreación fluida y evocadora en grado máximo.

En la segunda parte del concierto, Sinaisky dirigió una Patética de Chaikovski en la que demostró poseer ideas propias sobre una partitura tan reiterada como seminal. Su gran dominio de la obra se tradujo en no pocas licencias y en un abuso de las dinámicas extremas. Solistas clave en la obra como fagot, clarinete y flauta aportaron su habitual sello de calidad. A ellos se unieron violines incisivos y cristalinos a los que retornaba el principal Massimo Spadano y una cuerda grave poderosa y sentida, con unos contrabajos impecables en el arranque y en la conclusión de la obra. Pero por encima de todos ellos, fue la noche de los metales. Estos respondieron a la perfección a las demandas extremas de Sinaisky. En este sentido, fue abrumadora su intervención en la introducción, generando un ambiente solemne y majestuoso; en el Allegro molto vivace contribuyendo de forma decisiva a la creación de la atmósfera de frenesí y caos, y muy especialmente en el lamentoso final, creando una atmósfera de desolación y tragedia conmovedora. Fue de hecho el final el mejor momento del concierto, por su intensidad y transparencia, aunque me hubiese gustado que en los dramáticos acordes finales de los contrabajos Sinaisky hubiese exprimido al máximo la atmósfera de desolación y desesperanza, premonitoria de la inminente muerte del compositor.

Una vez más la Patética encendió el fervor del público, culminando majestuosamente un concierto en el que anhelamos una conexión más profunda entre la solista y el caleidoscópico Tercer concierto de Prokofiev.

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