El Festival de El Escorial nació hace más de una década con la ingenua intención de entrar en la liga de los grandes -ambiciones no nos faltaban en la época del boom inmobiliario. Tras unas primeras ediciones memorables, el evento veraniego bajó su nivel considerablemente. Una vez que dicen que se ha superado la crisis económica y ante la buena salud que disfruta la ópera en nuestro país, los aficionados nos seguimos acercando a él con cierta exigencia, con esperanzas de recuperar algo de esas pretensiones iniciales. Desgraciadamente esto todavía no es así, al menos a juzgar por la producción de Le nozze di Figaro que protagoniza la oferta lírica de la edición de este año.
La puesta en escena de este trabajo de Giorgio Ferrara tiene cierto aire de aficionado. Parca y aparatosa a la vez, consiste en algunos elementos abandonados a su suerte sin demasiado sentido teatral. Los grandes paneles del fondo y los cartones pintados le dan un cierto aspecto nostálgico que hubiera podido funcionar si el resto de los elementos acompañaran. El vestuario, en línea color block, es una cuestionable interpretación de vestidos de diversas épocas combinada con un exuberante espíritu circense. El problema de los figurines es que confunden lo cómico con lo paródico, creando demasiada distancia con la profunda humanidad de los personajes que Da Ponte hizo rondar por estas bodas.
Lo mejor de esta producción es la muy notable actuación de Simón Orfila, que construye un Figaro completo: buena emisión en los tres registros, cualidades como actor, credibilidad, astucia y simpatía; sabe aprovechar el potencial del personaje protagonista. Le acompaña la voluntariosa Susana de Katerina Tretyakova, buena actriz, aunque algo falta de la ligereza vocal y la chispa ingeniosa que el papel requiere. El Conde de Lucas Meachem ofreció una actuación irregular, en ocasiones exhibe buena voz -sobre todo en el registro agudo-, y se lució en su pieza estrella “Vedrò mentir’io sospiro”, pero del centro hacia abajo resultó con demasiada frecuencia inaudible. A su compañera la Condesa, le faltó la delicadeza para el papel, ese necesario canto sublime y aristocrático.