El arranque de la temporada de la Rea Filharmonía de Galicia nos permitió disfrutar de forma exhaustiva del hacer de uno de los músicos más auténticos y genuinos del panorama actual, el turco Fazil Say. Tanto en su vertiente interpretativa como en su faceta compositora, Say convierte cada uno de sus conciertos en un espectáculo único, en el cual la distancia entre el artista y el público se acorta de una manera milagrosa. A su propia música, accesible pero imaginativa, la dota de una fuerza y sinceridad únicas; y cuando aborda las obras del repertorio concertístico, convierte estos venerables manuscritos en un medio para que se establezca entre el pianista y el público una hermosa reflexión artística, pero también filosófica, en la que los oyentes acompañan encandilados al maestro en su peripatética reflexión.
Yürüyen Köşk (La mansión andante), en su versión para piano y orquesta de cuerda, op. 72c, constituyó un magnífico ejemplo de lo comentado. Esta partitura es un fascinante viaje cíclico que se abre y concluye de la misma manera, con una sutil e impulsiva melodía que parece decirnos: no hay un origen ni un destino, lo más importante es el viaje. Diferentes estados de ánimo, desde el máximo ensimismamiento a los guerreros ostinatos, transitan una pieza de inspiración naturalista, en la que las cuerdas de la Real Filharmonía de Galicia, extraordinarias toda la noche, recrearon con gran impacto los pasajes descriptivos, en su mayoría ornitológicos, que recorren la partitura.
Tras tan prometedor arranque, qué mejor manjar que uno de los conciertos mozartianos más populares, el número 21. A pesar de la solemne introducción, armoniosamente recreada por los músicos de la RFG y el joven director Can Okan, estaba claro que no sería un Mozart en absoluto canónico. En las manos de Say, el Allegro maestoso fluyó desbordante de vitalidad y de carácter, explotando el intérprete al máximo los contrastes expresivos de la partitura. Fue un primer movimiento rebosante de matices expresivos y dinámicos, en el que el solista, en auténtico trance, revolviéndose en su banqueta, agazapándose sobre el teclado y canturreando de forma inconsciente llenó la partitura de una energía electrizante que la hizo sonar como nueva.
La guinda fue una cadencia, plena de humor y fantasía, que haría las delicias del compositor. En el inefable Andante, a pesar de las impecables intervenciones de cuerdas y maderas y el exquisito fraseo de Say, el resultado fue un tanto estático y convencional. El Allegro vivace recuperó y multiplicó las felices sensaciones del primer movimiento. El obsesivo discurso musical de Mozart, encontró en el compulsivo Say una vez más su mejor traductor. Una nueva imaginativa y disonante cadencia, en este caso teñida de incertidumbre y misterio fue la apoteosis a un concierto memorable. Say completó la generosa primera parte con la propina de Black Earth, una de sus obras emblemáticas. Hermosísima música, nacida una vez más del alma del compositor, que, en la cálida y envolvente acústica del Auditorio de Ferrol, sonó absolutamente inspiradora.
La segunda parte nos permitió disfrutar del hacer de Okan, ya en solitario, en uno de los caballos de batalla del repertorio clásico; la Sinfonía núm. 7 de Beethoven. Después de asistir a la magistral clase de música de Say, no es fácil dar vida a una Séptima que pueda transformar al oyente de forma similar. Pero el director turco estuvo a la altura del reto dando vida a una interpretación nada trivial, en la que la elegancia, la gracia y la ironía se conjugaron de forma lúcida. Fue una pena que la RFG llegase a Ferrol con una plantilla exigua, agravada por una baja a última hora en los chelos, con lo que la sección se redujo a sólo solo tres músicos. Por suerte, la acústica del Auditorio, arropó a la perfección a la orquesta, enriqueciendo su sonido. El resultado sonoro conseguido dice mucho de las cuerdas de la orquesta, pero también de sus maderas, timbal y unas algo menos afortunadas trompas, muy especialmente en el Allegro final. Okan planteó una primera parte de la obra peculiar, con un estático Vivace inicial y un muy contenido Allegretto. El contraste fue máximo con la segunda parte de la obra, exultante y briosa, aunque fue especialmente en el último movimiento en el que más se echó en falta un conjunto orquestal más equilibrado y nutrido.