El Festival Internacional de Santander culminó su 71ª edición con dos veladas en las que Semyon Bychkov se puso al frente de su Czech Philharmonic. Un colofón de lujo para un festival que un año más ha vuelto a proponer un espectacular elenco de directores, solistas y conjuntos. Bychkov es una de las grandes batutas mahlerianas del siglo XX que todavía sigue plenamente activa. En su primer programa nos ofreció la que, tras la Octava, es la menos programada entre las sinfonías mahlerianas, la Séptima. Sinfonía inexplicablemente inasumible para muchos; directores incluidos. Algo que nunca entenderé, pues grandes como Haitink, Sinopoli o Gielen han legado en esta música interpretaciones reveladoras.
Sí es cierto que en el épico viaje musical desde la oscuridad a la luz que la sinfonía representa, Bychkov despertó algunas reticencias en el primer movimiento (una sinfonía en sí mismo). Este se abrió con una expresionista y prometedora marcha fúnebre –apoyada en un trompa tenor extraordinario y unas maderas hieráticas–, sin embargo, la crucial entrada de las cuerdas en el Allegro risoluto careció del carácter decidido que la partitura demanda. Precisamente la falta de vis dramática fue la única pega de este magno movimiento, pues hubo el máximo refinamiento en las intervenciones solistas, y el hermoso y crucial meno mosso central fue un remanso de belleza insondable. No en vano, Bychkov se distingue por saber frasear los grandes momentos líricos mahlerianos con una sensibilidad proverbial. En la cataclísmica coda, Bychkov felizmente desplegó la añorada energía, pero también múltiples sutilezas, que confirieron a este final el peso de las grandes ocasiones. Fue una lástima (constante toda la noche) que los percusionistas, tanto en la caja como en los platos, tan cruciales en los clímax mahlerianos, carecieran de color y presencia.
Bychkov exhibió una mayor afinidad por la partitura en el resto de la obra, muy especialmente en las Nachtmusik y en el final. La Nachtmusik I se abrió con un brillante diálogo de las trompas y unas maderas rutilantes que llenaron de fantásticas texturas orquestales el Palacio de Festivales, como también lo hicieron los violonchelos en su extrovertido pasaje. En el Scherzo, la siniestra danza fue subrayada por los timbales y la cuerda grave a la perfección, aunque faltó un mayor realce onírico. Las legendarias cinco fffff del pizzicati de la cuerda grave podrían haber tenido mayor presencia y la sección Wild haber sido más desquiciante. En el Andante amoroso, Bychkov volvía a sentirse en su medio natural firmando un movimiento armonioso de principio a fin, con un Graziosissimo del concertino muy matizado e integrado con la orquesta y un diálogo entre mandolina, trompa y violines evanescente. Una coda refinadísima dio paso al Allegro ordinario final, canónico, con un bravo timbal y exultantes ritornelli orquestales, entre los que destacó el sexto, vertiginoso al máximo. No optó Bychkov por explotar la vertiente irónica del movimiento, conduciendo el discurso musical de forma compacta hacia el enérgico accelerando final. Exultante explosión que fue recibida con una ovación de seis minutos por el público asistente. Una pena que este no llenase ni mucho menos el aforo disponible; pero sin duda fue una asistencia entendida y entusiasta que invita al optimismo en estos complicados momentos en los que, orquestas y festivales de todo el mundo, sufren los efectos del síndrome post-pandémico en un grado inimaginable.
En resumen, fue una interpretación impactante, que mantuvo en vilo al oyente de principio a fin, y que al mismo tiempo fue reveladora de las dificultades, tal vez consustanciales a la partitura, que la Séptima plantea, pero que mayoritariamente dejó una magnífica impresión en el Palacio de Festivales.
El alojamiento en Santander de Pablo Sánchez ha sido facilitado por el Festival Internacional de Santander.