La doble faceta de director y violinista de Roberto González-Monjas se reunió en una gira de conciertos de la Orquesta Sinfónica de Galicia, en la que ofreció la integral mozartiana para violín y orquesta en Ourense, Lugo y Ribeira. Una propuesta fuera de la temporada de abono que permitió disfrutar del ensemble en un formato más íntimo.

Roberto González-Monjas © Orquesta Sinfónica de Galicia
Roberto González-Monjas
© Orquesta Sinfónica de Galicia

El principal interés de la velada residía precisamente en esa doble condición de González-Monjas como solista y director, y en cómo ambas vertientes se integrarían en un repertorio tan exigente como el mozartiano. No es sencillo conciliar ambas funciones —menos aún en obras como los conciertos de Mozart, donde la transparencia de la escritura y la exposición constante del violín obligan a un control absoluto del discurso musical. Una transparencia que es al mismo tiempo virtud y riesgo, y que deja muy poco margen a la improvisación. Y en este caso, gracias a la visión unificada de González-Monjas y a la interacción intensa y receptiva de los músicos de la OSG, disfrutamos de un resultado tan equilibrado como natural.

El juvenil Concierto núm. 3, K. 216, se abrió con una introducción orquestal estilizada, plena de personalidad. Tras un inicio del solista, todavía asentándose, rápidamente la interpretación encontró un atractivo pulso expresivo, alcanzándose un hermoso equilibrio entre el violín y la orquesta. Los tempi fuero reposados, serenos, pero siempre fluidos, permitiendo que la música respirase y ganase profundidad. En el Andante, la recreación fue exquisita, con un fraseo amplio y cantabile, dinámicas dosificadas con criterio y un balance tímbrico muy cuidado entre el solista y el acompañamiento. El Rondo mostró un acusado contraste dinámico, con cambios súbitos de articulación, abordados siempre con decisión y pleno dominio de la partitura. La lucidez del Monjas violinista, se evidenció en la claridad de las entradas, los sutiles juegos de acentos y en una flexibilidad rítmica muy bien medida. Pero por encima de todo, destacó la lectura madura y plenamente interiorizada de la partitura. En más de un pasaje, el González-Monjas director se expresaba con tanta determinación y clarividencia, que el solista parecía plegarse sin discusión a sus designios... como si no se tratara de la misma persona.

El Rondó, K. 373 sirvió de delicioso interludio, luminoso y cargado de sutiles detalles. La articulación precisa de González-Monjas subrayó el carácter metafísico de la pieza, tal como el propio director explicó al público en breves y amenas intervenciones. Destacaron sus sutiles rubati en las transiciones temáticas y la limpieza en las entradas del tutti, en lo que fue una recreación ejemplar del estilo galante.

La obra estrella de la noche fue una vez más el Concierto para violín núm. 5, "Turco". Hubo inspiración a raudales en una partitura que es un auténtico regalo para los músicos y para el público. Un auténtico deleite, desde la ligereza del primer movimiento a la intensidad rítmica del episodio central del Allegro final en estilo "alla turca". Entre ambos, el Adagio fue un oasis de lirismo, con una afinación impecable en las cuerdas y un trabajo dinámico cuidadísimo.

Y sería injusto no citar, una vez más, al Salón Regio del Círculo de las Artes. Un espacio ideal para este tipo de conciertos con su resonancia amable y esa proximidad inigualable entre intérpretes y oyentes. Fue la guinda a una velada que nos hizo sentir como en el salón de casa, asistiendo a un auténtico milagro musical, que evocó los ecos y el aroma de un mundo que ya no existe, pero que sigue vivo en la música de Mozart. Músicas que nos permiten volar con la imaginación, transportándonos en el tiempo gracias a cada nota y cada matiz. Tal como decía Alfred Einstein, "la verdadera belleza de la música reside en su capacidad para conmover el corazón", y eso fue precisamente lo que logró esta velada: conmover y elevar el espíritu.

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