Nuevo acierto de La Filarmónica en el Auditorio Nacional con un aforo generoso, y no es para menos, dado que se trata de un concierto de la Orquesta Sinfónica de Viena, ya saben, la primera que ofreció en un ciclo las nueve Sinfonías de Beethoven. Encabeza esta noticia el programa de mano, y nos dice, además, que se trata de una de las instituciones más respetadas de Europa. Al frente, el colombiano Andrés Orozco-Estrada, y de visita la brillante violinista noruega Vilde Frang. El resultado, ya lo adelantamos, uno de los conciertos más interesantes y completos en lo que llevamos de año. Es lo que ocurre normalmente cuando se juntan músicos altamente cualificados y comprometidos con composiciones de gran aliento, como es el caso del Concierto para violín de Beethoven, y la Sinfonía núm. 7, del mismo genio alemán. Alguien podría protestar por tratarse una vez más del mismo programa de siempre, no lo negamos. No obstante, Orozco-Estrada es conocido también por ser un gran paladín de los nuevos compositores y de los músicos jóvenes, tal vez será por eso que nuestro concierto de hoy gozó de una chispa y de una espontaneidad particularmente especial.

Vilde Frang © Marco Borggreve
Vilde Frang
© Marco Borggreve

Es cierto que esta vez no pareció Vilde Frang proponer sonido especialmente brillante, pero adoptó una alternativa que nos pareció mejor, a saber, una lectura rítmica y un acierto en la articulación que nos permitió viajar a través de este concierto complejo sin que la declamación perdiera su interés en ningún momento. Esto no es fácil en un concierto de estructura incómoda que las más de las veces se desmorona porque no se comprende que se trata de un concierto para “violín y orquesta”, y no un concierto para el lucimiento del violín. Nos pareció que la violinsta noruega quiso comulgar con la partitura en un plano de cooperación, y nos lo demostró no solo con el empaste orquestal, sino con la constante comunicación con los músicos y el director. Por lo demás, ritmo y afinación impecables, resultó energizante en el dificilísimo Rondó final. Nos regaló, al término de su intervención, una interpretación del famoso Das Kaiserlied, donde, esta vez sin orquesta, demostró que la extracción de un sonido potente y la proyección del mismo no tienen para ella ni secreto ni dificultad.

A la vuelta del descanso nos ofreció el conjunto la irrepetible Sinfonía núm. 7 de Beethoven, sobre cuya factura ya nos queda poco que añadir, pero que nunca nos cansamos de escuchar. Así como en el Concierto de violín nos pareció el sonido y el enfoque general un tanto comedido, la Sinfonía se desenvolvió en un tono desenfadado y potente, pero no pesante. Bien apoyado por el inmenso timbal, se le vio disfrutar con sus músicos al director de Medellín, imponiendo desparpajo en el Vivace inicial, y mostrando coherencia en el inolvidable Allegretto; en este construyó sin duda un monumental edificio sonoro, añadiendo pacientemente nuevas texturas tímbricas al majestuoso tema, sin producir cambios bruscos en la estructura. Desbordantes y coloridos, para terminar un fantástico concierto, el escurridizo Scherzo y el grandioso Allegro con brio. Aquí el director nos dio una lección magistral sobre cómo dar las entradas a las secciones orquestales, y comprendimos por qué esta formación tiene la suerte de contar con un director de semejante calado.

También nos regaló propina la Sinfónica de Viena, la Pizzicato-Polka, para dejar aún mejor recuerdo de su paso por Madrid. Al final, enorme reconocimiento, y la imagen de los músicos saludándose entre ellos, dándose la mano y felicitándose por el resultado de un trabajo bien hecho.

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