No se prodiga mucho por estos lares el maestro Massaki Suzuki, pero parece que le ha cogido el gusto a participar en Ibermúsica. Confiamos en que tal vez podramos verlo más a menudo en las salas del Auditorio Nacional. Hace ya un año y medio que nos visitó con motivo de una Pasión según San Mateo que nos dejó atónitos y entusiasmados. En aquella ocasión dirigió al Bach Collegium Japan. Esta vez viene a dirigir la Philarmonia Orchestra, formación de cierta longevidad que ha gozado de la presencia de los más grandes directores. Hoy nos acompaña con otro de los más grandes.
Claro es que la percepción de un concierto se produce, además de lo antedicho, por la calidad de las obras que se interpretan. Ni el Concierto para violonchelo de Schumann ni la Sexta sinfonía de Dvořák ocupan un puesto representativo en el catálogo de ambos compositores. La Obertura de Egmont, por el contrario, es una obra maestra de Beethoven, tanto al nivel estructural como al nivel expresivo, y por ello podríamos sugerir que lo mejor del concierto se produjo en estos escasos minutos que dura la pieza. Sin la presencia de un solista, y sin los arrebatos orquestales de Dvořák, tanto Suzuki como su orquesta se mostraron mucho más comprometidos con la Obertura, perfilando a la perfección el carácter y la suerte que se le atribuye al Conde de Egmont.
Tras la Obertura salió Jean-Guihen Queyras a interpretar el Concierto de Schumann, que, aún no siendo lo más interesante de su producción, no deja de ser una obra intensa, con una estructura y una argumentación en la que hay que profundizar, y que hay que transmitir. No se le vio particularmente hábil al violonchelista francés en esto de la articulación, de suerte que resultó costoso seguir las frases que propone Schumann y, por ende, se desordenó la estructura y la percepción de la obra como unidad expresiva. Tampoco podemos destacar su intervención como memorable en cuanto a la afinación y al sonido. Pero sí podemos indicar que Suzuki hizo todo lo posible por proyectar una interpretación coherente en su acompañamiento, proponiendo, además, grandes momentos de expansión orquestal en los tutti del concierto. Como propina nos ofreció Queyras una canción ucraniana –vilmente interrumpida por el reguetón que sonó desde el móvil de un oyente–, y el Preludio de la primera Suite de Bach para violonchelo solo, tal vez lo que más gustó.
Para la vuelta del descanso, y a juzgar por lo precedente, podríamos habernos beneficiado de una sinfonía distinta a la Sexta de Dvořák. No cabe duda, tiene momentos de genialidad, pero otros de profunda divagación, que algunos estudiosos conectan con la música de Brahms. Se esforzó al máximo la formación para lidiar con los momentos divagantes durante el Allegro non tanto, procurando un fraseo fluido y un ritmo hábil, con notables intervenciones del oboe. Este junto a las flautas serían los paladines de un Adagio que podríamos proponer como lo mejor de esta sección en su nivel expresivo, con el permiso de un Scherzo en el que se apreció, en la continuidad y la claridad del ritmo, la maestría de Massaki Suzuki. Adecuado, sin más, el Allegro con spirito que da fin a la sinfonía nos presentó de propina la magnífica Danza eslava núm. 2, de Dvořák, de su opus 72, que fue lo que todo el mundo canturreaba a la salida, como mayor recuerdo del acontecimiento vivido.