Éxtasis, lirismo, eternidad y energía conformaron un nuevo episodio del sinfonismo de ámbito germánico de entre finales del siglo XIX y principios del XX, que se suma a una temporada de la Orquesta Nacional ya rica en tal sentido. La indudable calidad en dicho repertorio se refleja en un un orgánico bien rodado también para los directores invitados, en este caso la alemana Anja Bihlmaier, que se cimentó en una selección de lieder de Alma Mahler (o mejor sería decir Schindler) y la colosal Séptima sinfonía de Bruckner.

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Emily D'Angelo durante la interpretación de los lieder de Alma Mahler
© Rafa Martín | OCNE

En el caso de las piezas de Schindler, se contaba con la participación de Emily D’Angelo, joven mezzosoprano canadiense, con un perfil muy prometedor y con ya cualidades más que destacadas. Los lieder, originalmente escritos para piano y voz, se presentaban en la versión orquestada de los hermanos Matthews. Sin duda se trata de una orquestación eficaz, bien articulada tímbricamente, aunque probablemente tendiente a que se asemejase a una obra de Gustav Mahler, que a respetar el planteamiento original. En todo caso, Bihlmaier bien supo exprimir en términos sonoros un universo melancólico por momentos, nostálgico y ensoñado, pero nunca particularmente sombrío. Por su parte, D’Angelo posee una voz muy interesante, cálida y sólida, con una resonancia profunda aunque adolece, en la parte más grave, de un caudal algo limitado. Esto generó algún que otro problema de equilibrio con la orquesta especialmente en las primeras tres canciones, más exigentes justamente en los registros medio y bajo. Por otro lado, en el tercio alto, su voz fue tersa, bien audible, capaz de alinearse con el cariz lírico de la partitura y del texto, con una expresividad bien trabajada, que se amalgamó con naturalidad al esmerado acompañamiento de Bihlmaier.

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Anja Bihlmaier al frente de la Orquesta Nacional de España
© Rafa Martín | OCNE

Tras esta breve primera parte, aguardaba un hito del sinfonismo decimonónico como es la Séptima sinfonía de Bruckner, en la edición de Nowak. Ampliado el orgánico, con bien 8 contrabajos y una abundante sección de metal, incluyendo 4 tubas wagnerianas, la maestra alemana subió al podio para brindarnos una versión de indudable calidad. Cabe decir que desde el principio optó por unos tempi, bastante ligeros (en total la sinfonía alcanzó la hora escasa), un fraseo enérgico, más orientado a encadenar el entramado temático que a la recreación puramente sonora. Se podría apuntar, especialmente en este primer movimiento, a algunas aristas en el sonido de la parte alta de la cuerda, no tan redondeada como en otras ocasiones y algún exceso del metal. Por otro lado, en el Adagio se pudo echar de menos alguna inflexión dinámica para acentuar el clímax progresivo del crucial movimiento, aunque en cuanto a empaste y lectura de las líneas, Bihlmaier fue impecable luciendo por su nitidez y transparencia. El Scherzo fue el movimiento más conseguido, arrebatador en su ímpetu rítmico, equilibrado tímbricamente a pesar la contundencia de numerosos pasajes y ágil en el fraseo con las justas resonancias cerrando cada desarrollo temático. Así mismo el movimiento final, estuvo encauzado hacia una línea de mayor ligereza, nada apesadumbrado, más bien exaltando ese lirismo melódico que a veces pasa algo inadvertido frente a la monumentalidad estructural de la obra, pero con los vivaces toques de color de un metal pletórico y una coda brillante y con fuego.

En conjunto fue una prueba intensa, superada notablemente, por un lado por la mezzosoprano D’Angelo, que se proyecta como una voz versátil y completa y por otro lado, por una batuta muy interesante como es Anja Bilhmaier, quien dirigió con gesto claro, analítico, sin restar por ello entusiasmo e implicación, aportando una lectura briosa y generosa, aprovechando la excelente preparación y estado de forma de la Orquesta Nacional.

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