Pablo Heras-Casado subía al podio del Auditorio Nacional para dirigir un programa valiente y provocador. Y no ya por las obras mismas, sino por la audacia de aunar estéticas tan contrapuestas y solventarlas con igual habilidad –aunque no con la misma intensidad. Y es que, en cierta medida, pudimos ver escenificada una lucha entre la modernidad de vanguardia (Stravinsky) y la postmodernidad más reciente con el estreno de Mason Bates: realmente estilos e intenciones muy diferentes que, interpretados uno junto a otro, nos hicieron reflexionar sobre la exigencia de innovación de las nuevas composiciones, la ruptura con lo establecido y una cierta voluntad de afirmación, casi de potencia, que diría Nietzsche.
La Orquesta Nacional comenzó con D'un matin de printemps, una de las últimas páginas de Lili Boulanger antes de su prematura muerte, de inspiración debussyana pero con personalidad propia. Heras-Casado mostró su dominio sobre las dinámicas y el fraseo, plasmando un sonido ligero y cristalino, apropiado a la filiación impresionista de la compositora francesa.
A continuación asistimos al estreno del Concierto para piano y orquesta de Mason Bates. La obra, compuesta para Daniil Trifonov, ha debutado a comienzos de este año en Filadelfia y llega ahora a Europa, con el pianista ruso como protagonista. Cabe explicar, para entender justamente esa contraposición estética que decíamos anteriormente, que el Concierto tiene una estructura clásica en tres movimientos sin solución de continuidad. Es un ejemplo claro de postmodernidad musical: lenguaje ecléctico (se escucha a Bernstein, John Adams, John Williams, alguna reminiscencia barroca, o un pianismo que recuerda a Keith Jarrett), brillante en la técnica, pero de conexión emocional fácil, agradable con el público en un envoltorio formal tradicional. En cuanto a la interpretación, sin duda, Trifonov tiene cualidades sobradas para este Concierto, el cual no es demasiado exigente; igualmente, pudimos disfrutar de su técnica impecable, su implicación y su musicalidad. Probablemente donde más pudimos apreciar y disfrutar al pianista ruso fue en el tercer movimiento, el más interesante también desde un punto de vista compositivo, donde la síntesis entre el entramado rítmico y la creatividad tímbrica dio más juego también a los intérpretes. Por su parte, Heras-Casado destacó ante todo el color y la capacidad de evocar ambientes y atmósferas, también fue pulcro y ordenado en la organización del material, pero la naturaleza misma de la composición no consintió constatar otros aspectos.
Tras el descanso, la modernidad rupturista por excelencia: la Consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Aquí la implicación y la intensidad que se vieron en los rostros de los músicos de la Orquesta Nacional, así como el gesto de Heras-Casado fueron distintos con respecto a la obra precedente. Tocaron con una compacidad notable y un sonido siempre bien orientado, con suma concentración. Fue un poco titubeante el complejo solo de fagot inicial, e incluso un poco tímido el director granadino en los primeros números, pero enseguida se tomaron las costuras de esta endiablada partitura. Heras-Casado exploró con solvencia toda la gama dinámica y plasmó con precisión un abanico amplio de texturas y registros. La Consagración también tiene sus momentos más íntimos y líricos, como las Rondas primaverales, donde la orquesta sonó como un piedra arcaica levigada por los elementos naturales, sólida pero delicada.
Según avanzaba la obra, se percibía el meticuloso trabajo de Heras-Casado, quien medía las fuerzas en cada momento para calcular bien los clímax; si la obra es la explosión de la primavera, en cierta medida, en esa liberación también subsiste una tendencia a retenerse en una dialéctica entre la pulsión irrefrenable y una forma que todavía se resiste a ese flujo desencadenado. De ahí la necesidad de colocar ciertas hesitaciones en el momento adecuado, algo que aumenta aun más la implicación del oyente y lo absorbe en una espiral sonora. Fue una interpretación con personalidad para una obra a la que, desde luego, personalidad no le falta: ordenada y nunca desbocada, la dirección de Heras-Casado permitió apreciar las filigranas del complejo tejido orquestal y al mismo tiempo plasmar un constante crescendo hasta el brillante final.
En suma, brillantes intérpretes mostraron sus cualidades en una velada donde se pudo apreciar ese abismo estético entre los siglos XX y XXI: cada uno elija la opción que más le convence y con las motivaciones que considere más válidas o simplemente disfrute de ambas, pero lo más importante es que unos músicos excelentes sean capaces de abordar ambos mundos con dedicación, profesionalidad y solidez, tal como fue el caso de Trifonov y Heras-Casado al frente de una espléndida Orquesta Nacional.