Atónitos nos hemos quedado los asistentes al último concierto de cámara en el Círculo de Bellas Artes. En esta ocasión nos han presentado a la formidable pianista Yulianna Avdeeva, que ha venido a ofrecer un programa intenso en fogosidad e introspección, en expresión desatada y en afectos comedidos. Rara vez puede uno contemplar a una intérprete que sea capaz de reunir en un solo recital los humores más extremos, perfilando con igual ejemplaridad obras tan dispares como la Barcarola de Chopin y una Partita de Bach. Y uno se pregunta, ¿cómo es que no la hemos visto antes por nuestras latitudes? ¿Cuándo podremos volver a asistir en Madrid a uno de sus recitales?
Los asiduos a los conciertos de piano saben, o perciben, que a veces se programan obras de menor calado al inicio del recital, a fin de hacerse con el piano y con la sala para una mejor interpretación de obras posteriores, generalmente más demandantes técnicamente. En estos casos el nivel suele ir aumentando a medida que se desarrolla el concierto. Pero en este asistimos a un comienzo sobresaliente, a través de las Cuatro mazurkas, op. 41, de Chopin, que mostraron el universo introspectivo del compositor polaco con una claridad inusual y un carácter casi sagrado. Inolvidable el comienzo lamentoso en mi menor, con cierto aire nostálgico, resuelto y dibujado con un magnífico fraseo, la incesante llamada sobre una sola nota bien acentuada cargada de tensión, y un cuidadoso unísono final, casi una despedida.
Podría haber concluido aquí el concierto, y ya nos habríamos marchado renovados, pero aún quedaba mucho de Chopin en la primera parte, y continuó la intérprete con una brillantísima versión del Scherzo núm. 3, tocada con total seguridad y aplomo, energía desbordante y ritmo impecable, y por qué no decirlo, un virtuosismo a la altura de los más grandes, pero con la total convicción de que lo que importa es la expresión musical. Llegó después el tiempo para un relativo reposo con la Barcarola, obra más confusa de lo que parece, y que muchos pianistas estropean perdiéndose en su estructura y afanándose en los trinos. Resueltos en el caso de Avdeeva los problemas que puedan plantear los trinos, o la abundancia de sextas y terceras, asistimos a un verdadero paseo contemplativo, guiado por el sustento constante y eficaz de una mano izquierda incontestable.
En las antípodas de la pasión desatada por Chopin en las obras precedentes, nos dimos con la meticulosa expresión de las danzas que componen la Segunda partita de Bach. Nos sorprendió la calidad del sonido en el primer acorde de do menor, y la expresión dramática de la Sinfonía inicial. Inmediatamente nos sumimos en la meditación propiciada por un Andante tal vez más vivo de lo habitual, que se transfiguró en un enérgico presto que no cesó hasta el final, recuperando nuevamente el omnipresente do menor. A partir de ahí asistimos a una serie de danzas, todas reconocibles por la elección del tempo y por sus impulsos rítmicos, desde la introspectiva Allemande hasta el desbordante Capriccio, que sin duda arrancó los mayores reconocimientos. Tendrán problemas con esta interpretación los paladines del historicismo, y quienes rechacen el uso del pedal y de las dinámicas graduadas en el piano: de esto también hubo, pero siempre en atención a una mejor lucidez expositiva que enunció en todo momento, y con toda claridad, todos los vaivenes contrapuntísticos que acontecen en esta magnífica partitura. Los oyentes menos restrictivos consideramos haber presenciado una interpretación inolvidable.
Concluyó el recital con la impresionante Sonata núm. 2 de Rachmaninov, indudablemente el plato fuerte de cara a la demostración de una técnica desbordante, una fogosidad y un temple indiscutible y una capacidad para proyectar un sonido potente sin presentar distorsiones. Una obra de lucimiento cuya estructura, tal vez, sea su único defecto, más aún si se compara con la magnífica arquitectura de la Partita precedente. Con todo, el reconocimiento fue unánime, propiciando que la pianista rusa nos obsequiara con dos propinas, de entre las que agradecemos sobre todo la bellísima Mazurca de Chopin.