Las casas blancas del Albaicín y las Tejas verdes del centro de detención clandestino durante la dictadura de Pinochet se funden en las estructuras frías, sombrías, impenetrables sobre el escenario del Teatro Real. Esta nueva y valiente producción propone un díptico insólito de la mano de Rafael Villalobos en lo escénico y Jordi Francés en lo musical, con La vida breve de Manuel de Falla y el estreno mundial de Jesús Torres, Tejas verdes, basado en la homónima obra de Fermín Cabal. 

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Carmen Mateo (Carmela) y bailarines
© Javier del Real | Teatro Real

Villalobos arranca a la obra de Falla de su contexto costumbrista, desaparece toda referencia visual a Granada y la violencia social se radicaliza, hasta ser premonitoria de la violencia política de la segunda ópera. Poco color queda en la escena, con la excepción de la pieza Leche y Sangre de Soledad Sevilla —una pared recubierta de rosas rojas—, y el color orquestal se torna siniestro, fatal, en su precisión rítmica, exaltada por el brillante cuerpo de baile. La voluntad de evidenciar el subtexto de la lucha de clases y de violencia machista en el libreto de Fernández Shaw lleva a perder ciertos contrastes entre las escenas, aunque enfatiza el inminente sentido de catástrofe del desenlace. Estructuralmente, son los momentos más festivos —aunque macabramente festivos— los que se resienten de esta línea de lectura ya que su encaje resulta más forzado.

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E. Aladrén (Paco), A. González (Salud), R. Amoretti (El tío Sarvaor), C. Mateo (Carmela)
© Javier del Real | Teatro Real

Musicalmente fue un trabajo bien logrado en su conjunto, destacando sin duda la parte de Adriana González. La soprano franco-guatemalteca vertebró de principio a fin un papel exigente, de frecuente confrontación con la masa orquestal y llenó la escena con arrebatador carácter e indiscutible implicación. En lo vocal, derrochó energía, superando con facilidad los escollos de la partitura y dibujando con elegancia todas sus intervenciones. Otra mención merece Jordi Francés que supo plasmar el sonido exacto que la obra temprana del compositor gaditano requiere: ágil rítmicamente pero con la robustez y la calidez que la impronta wagneriana exige, atento a los cambios de dinámica y bien empastado también con el reparto vocal. Intensa y bien integrada la cantaora y guitarrista María Marín, veraz pero sin exceso de histrionismo. 

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Sara Jiménez (La madre), Gerardo Bullón (Manuel), bailarines, Coro Titular del Teatro Real
© Javier del Real | Teatro Real

Tras el descanso, la escena apareció inmutada, con la misma escenografía, anunciando justamente la segunda parte de esta historia de violencia; una violencia ahora más explícita, por momentos documental. Torres decidió contrarrestar la crudeza del testimonio con los versos de Miguel Hernández como punto de fuga del hiperrealismo del texto de Cabal, y al mismo tiempo construir el espacio de espectralidad en el que se mueven los personajes. Colorina, la protagonista, es encarcelada, torturada y finalmente desaparecida en Tejas verdes. No sabemos si los personajes que vemos están vivos o muertos, no sabemos si se trata de la realidad o del trauma del relato. En este contexto, Villalobos lleva el mecanismo de la opresión al límite a través de la incómoda presencia del coro masculino y los bailarines, estos últimos, brazo mudo de la ejecución impasible del arbitrio del poder. Los pocos toques de color desaparecen, si algún matiz de rojo aflora, es el de la sangre. Pero por lo general todo es lúgubre y asfixiante, como en esos sueños donde cada movimiento constituye un desafío. 

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Ana Ibarra (Doctora), Natalia Labourdette (Colorina)
© Javier del Real | Teatro Real

Musicalmente, la escritura de Torres es empero refinada: aun siendo contundente en cuanto al empleo de una abundante sección rítmica y un lenguaje rico de disonancias, la orquesta es también capaz de devolver sonoridades más diáfanas y templadas. Hay un doble registro: el mundo exterior, más crudo y ácido con los acontecimientos más localizados del texto de Cabal, y el mundo interior, con el coro femenino fuera de escena, los versos de Hernández, una cierta idea de remisión. Y Torres ha sido muy capaz de conjugar estos dos polos, seguramente gracias a una maestría técnica más que demostrada, pero también a una capacidad de construir un espacio dramático y diversificar los registros. Vocalmente sigue un estilo declamatorio y concitado, aunque temperado en ciertos momentos por intervenciones más pausadas que causan un efecto desgarrador. Especialmente sobresalientes estuvieron Natalia Labourdette, como Colorina en un rol nada fácil tanto en lo escénico como en lo vocal, y Ana Ibarra, que además de doblar papel haciendo de Abuela en La vida breve, protagonizó una de las intervenciones más intensas como Doctora, en esta segunda parte. Aquí también hay que reconocer el dominio e inteligencia musicales de Jordi Francés con una Orquesta del Teatro Real que supo responder muy bien a una partitura compleja, dotándola de personalidad y carácter propios de un estreno.

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Natalia Labourdette (Colorina), Alicia Amo (Delatora), Coro Titular del Teatro Real
© Javier del Real | Teatro Real

No se trató de una producción aclamada especialmente por el público. Ya al comenzar la segunda parte varias butacas estaban vacías y durante la obra de Torres hubo gente que abandonó la sala, pero menciono esto no como crítica al Real sino todo lo contrario: hay que tener el valor de programar óperas contemporáneas y también sobre temas incómodos, mientras se haga con la calidad que un teatro como este merece, algo que no faltó en todos los elementos de la producción que presenciamos en esta velada.  

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