Supongo que, al menos para cualquier persona con “inquietud filosófica”, reflexionar sobre La flauta mágica es una tentación a la que resulta difícil resistirse, incluso cuando el peaje a abonar sea hacerlo desde la lente refractante que constituye esta producción de la Komische Oper de Berlín. Ya es frecuente, sin embargo, localizar en las líneas iniciales de los textos sobre el Singspiel de Mozart (independientemente de su formato) una cláusula que previene del abultado número de páginas consagradas al mismo objeto que han precedido a la que en ese preciso instante comienza a escribirse. Así que, con el propósito de no plegarme a semejante mantra, pero también desde la consciencia de que el propio intento de escapar a él puede convertirse en otro cliché no menos recurrente, esta reseña se concentrará en lo que, a mi juicio, representa el aspecto más controvertido de la concepción escénica de Suzanne Andrade, Paul Barritt y Barrie Kosky: la delgada membrana que separa una lectura tediosamente kitsch del cine mudo frente a la que encontraría en él, por contra, un original disfraz con el que disimular la ausencia de riesgos y el recurso acumulativo de lo convencional (me temo que soy de los que piensan lo primero).
Se ha repetido hasta la saciedad que La flauta mágica es una creación visionaria, que preludia sagazmente desarrollos musicales y dramáticos posteriores. También retumban en la memoria distintas elaboraciones sobre “lo clásico”: prácticamente la totalidad de ellas aluden a una dimensión inagotable, a una novedad sempiterna que reside en los trabajos que ameritan dicha condición. La paradoja radica, entonces, en basar la aproximación al clásico mozartiano (cuyo dedo índice apuntaría firmemente y para siempre hacia el futuro) en trazas que remiten, intercaladas con las animaciones menos morosas de Barritt, a una serie de reconocibles clásicos cinematográficos (que volverían su mirada hacia un pasado históricamente canonizado). Por cierto, no en todos los casos éstos últimos caen bajo el membrete de cine “mudo” o “silente”: la aglomeración de esferas oculares que observan al público desde la pantalla iluminada puede vincularse, por limitarnos a este ejemplo, con los célebres decorados que Salvador Dalí realizó para Recuerda, el filme de Alfred Hitchcock (cuyo título original, dicho sea de paso, habría que traducir más bien por Hechizada, una palabra que nos pone tras la pista del excelente libro de Jean Starobinski, en el que La flauta mágica ocupa una posición fundamental).