Marina es uno de esos títulos que es habitual ver, de cuando en cuando, en el escenario del Teatro de la Zarzuela. Su música, aunque compleja y exigente en lo vocal, cuenta con melodías cantables y ritmos bailables que hacen las delicias del público al mismo tiempo que permiten a los cantantes lucirse en su idioma natal a una plantilla completamente española.
La puesta en escena, a cargo de Bárbara Lluch, es una carta de amor. Una muestra de cariño hacia la ópera, hacia el libreto y hacia el público también. Es una apuesta conservadora en la que se recrean fielmente los escenarios pensados para la ópera: la costa de Lloret de Mar, el astillero... Sin embargo, se lleva a cabo de una forma muy hermosa, con una escenografía de Daniel Bianco preciosa y con un movimiento escénico muy llamativo que hace del escenario un elemento vivo y no circunstancial, que se integra en el argumento con gran dinamismo. La combinación con los elementos digitales, como el fondo, es muy natural. Es una puesta en escena que no busca romper o distraer de la música, sino abrazarla y elevarla a un nuevo grado de belleza.
El papel del coro es realmente destacable tanto a nivel escénico como musical. Sobre las tablas son parte de ese decorado vivo, complementando el papel de los figurantes. El coro se distribuye por toda la escena, lo cual, si bien fue algo arriesgado musicalmente en la primera escena, funcionó de forma excelente en el coro con el que se abre el acto II, siendo este muy aplaudido. En general, los de Antonio Fauró funcionaron muy bien, en las voces masculinas se pudieron distinguir los distintos timbres, pero todo dentro de un gran equilibrio. Solamente fue mejorable la coordinación con la orquesta. El maestro Pérez-Sierra no tuvo su mejor día en el foso. Estuvo generalmente apresurado, tomando unos tempi bastante rápidos. Si bien es una tendencia habitual optar por las versiones más aceleradas, la ocasión se prestaba a la calma, ya que el reparto contaba con cantantes a los que les sobra el fiato y que saben cómo dirigir el fraseo.
Tal es el caso de Ismael Jordi, que propuso un Jorge galante y mucho más calmado que el legendario Jorge de Alfredo Kraus. La versión de Jordi recuerda más a la de Fleta en los años veinte del siglo pasado, sobre todo por poner el énfasis en unas frases mucho más largas y poéticas en las que la articulación de las notas es un añadido y no un imperativo, como ocurre con ese grito —ese suspiro del alma— acentuado en mitad de la frase del aria “Al ver en la inmensa llanura del mar...”. Una pena que se adelantase el tenor en la repetición del tema, lo que le hizo dudar y no pudo encarar el agudo al final como creo que pretendía. Igualmente, se nota que tenía una intención de abordar el aria como un todo con un único punto culminante sobre ese segundo “Suspiros del alma”, algo muy inteligente por su parte. No obstante, la orquesta no le acompañó bien, y el tenor no se pudo lucir todo lo que hubiera podido. El timbre de Jordi contrastó notablemente con el de los otros dos hombres en lo que supone una excelente elección del reparto. A Rubén Amoretti el papel de Pascual le fue perfecto. Sus partes sonaron muy precisas y repletas de detalles minuciosos en cuanto a articulación musical y a matices.
Juan Jesús Rodríguez, por otro lado, mostró un potente chorro vocal que hizo las delicias del público en el dúo “Magnífico buque” del segundo acto con Sabina Puértolas, el cual se anunciaba como novedad, aunque, siendo sinceros, lleva años editado por el ICCMU. Supo bajar y adaptarse a los números de conjunto como es el caso del cuarteto del primer acto “Seca tus lágrimas”, uno de los que más disfruté de toda la representación. Sin embargo, creo que desentonó tanta potencia en números más livianos como son los del acto tercero. Sabina Puértolas comenzó su Marina abusando un poco del vibrato en su registro agudo, algo que creo que se puede justificar en la acústica algo más seca de lo normal a la que obligaba la escenografía. No obstante, a medida que la representación avanzaba, su voz se fue templando y con los sobreagudos y agilidades que nos regaló especialmente en el dúo con Ismael Jordi, aquello quedó en una nimiedad.
El acto final fue extremadamente ágil y dinámico, algo que se agradece en una ópera en la que el argumento no da para mucho más. Unos cantantes con unas voces excelentes y muy dinámicas y que, además, son grandes actores, unidos al excelente manejo de la escena de Bárbara Lluch hacen definitivamente de este Marina una cita ineludible.