Tras varias décadas sin presenciar en nuestros teatros cercanos esta popularísima obra, la expectación ante esta representación convocó masivamente al público, con total lleno en las tres funciones ofrecidas, agotadas las entradas desde hace semanas, pues los melodiosos acordes de Madama Butterfly son siempre gratamente esperados en cualquier recinto operístico. Sin embargo, el resultado no fue del todo satisfactorio: esta obra requiere un plus de emotividad, de empatía con el doloroso relato que se vierte en el escenario, que no se dio en el presente caso. Quizás se debió a la anodina dirección actoral, al poco aprovechamiento de la luminotecnia, a las estridencias sonoras emanadas de la orquesta, o bien a la suma de todo ello.
La propuesta escénica de Stefano Monti, producción del Teatro Comunale di Modena, resulta a estas alturas de un clasicismo casi aburrido, aportando muy poco al drama oriental fuera de los clichés repetidos hasta la saciedad tanto en decorados como en la dirección escénica. No se trata de reinterpretar a toda costa una obra tan popular con propuestas alejadas del espíritu de la misma, pero sí de aportar algo más que los consabidos kimonos, estereotipadas construcciones japonesas y gestualidad supuestamente oriental. El protagonismo evidente en esta obra maestra de Puccini corresponde a la geisha Cio-Cio-San, encarnada en esta ocasión por la letona Kristine Opolais. Su voz es más que suficiente, pero quizá no sea la más adecuada para este rol, en el que se alternan momentos que precisan una voz lírica con otros de mayor dramatismo en la tesitura. El desempeño de la soprano resultó algo irregular, ya que brilló en los momentos de mayor fuerza, mientras que en los más melódicos se movió dentro la corrección sin más. Algo parecido cabe reseñar de Giorgi Sturua, quien despachó el poco agradecido rol de Pinkerton sin mayor sutileza, desaprovechando tanto el extenso dúo del primer acto como el “Addio fiorito asil”, en unas intervenciones algo insustanciales, sin la pasión y el romanticismo que se le presupone a esta composición. Tal y como decía al principio, para que la actuación resulte redonda hace falta algo más de afectividad, una chispa que no se encendió en toda la velada pese a los presuntos momentos evocadores que perseguía esta producción.

Hubo aspectos positivos también, entre ellos, el Sharpless de exquisita ejecución que compuso el joven barítono tinerfeño Fernando García-Campero, con voz más que suficiente y poniendo empuje y corazón en sus intervenciones, especialmente en el segundo y tercer acto. La fiel criada Suzuki corrió a cargo de Elisa Kolosova, quien igualmente prestó una adecuada voz para el personaje, así como algo más de implicación en el desarrollo de los acontecimientos narrados. Ambos, sin duda, fueron lo mejor de la noche. A significar la versión ofrecida por Alberto Ballesta del casamentero Goro, de total profesionalidad y solvencia, así como de la breve pero impactante contribución de Matías Moncada, poderosa voz de bajo como Bonzo. El resto de comprimarios se desenvolvió con total corrección en sus escasas intervenciones.
El Coro Titular Ópera de Tenerife-Intermezzo, dirigido en esta ocasión por Miguel Ángel Arqued, acreditó nuevamente, pese a las escasas intervenciones de dicho conjunto vocal, su solvencia y profesionalidad, destacando el virtuosismo exhibido en el "Coro a bocca chiusa” ejecutado desde la parte posterior del Auditorio, en uno de los pocos momentos realmente emocionantes de la noche. El director musical Ramón Tebar impuso a la Sinfónica de Tenerife unas sonoridades casi estridentes en los momentos más dramáticos, llegando a ocultar en ocasiones las voces que se expresaban en el escenario, lo que unido a las anteriores consideraciones condujo a una función correcta pero de la que cabría de esperar algo más