La reposición de Turandot que estos días nos ofrece el Teatro de la Maestranza de Sevilla supone una explosión de emoción y brillo para el inicio de temporada. Confirma, además, que la ópera es un engranaje en el que, cuando cada una de las piezas encaja bien con las demás, emerge la virtud de la colectividad, logrando un resultado espectacular, aunque cada parte, por separado, no lo sea tanto.

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Escena de Turandot en el Maestranza
© Guillermo Mendo | Teatro de la Maestranza

Esta producción, propiedad del teatro, ha sido rescatada tras una década. Los decorados deben contemplarse con una ingenuidad propia de una propuesta acartonada que ya debía ser un clásico del siglo XX. La literalidad del libreto toma forma en una gran cabeza que actúa como elemento simbólico, arquitectónico y pantalla de proyección. En este marco, Turandot se reviste de la deliciosa simplicidad de un cuento bien contado y es así como hay que disfrutarla. Es preciso destacar, asimismo, el sabio y comedido uso del escenario giratorio, tantas veces convertido en un tiovivo de vértigo en otras producciones. Aquí se han añadido algunos efectos de mapeo videográfico muy acertados, evocadores pero también medidos, sin robar protagonismo a la trama.

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Jorge de León (Calaf), Maxim Kuzmin-Karavaev (Timur) y Miren Urbierta-Vega (Liù)
© Guillermo Mendo | Teatro de la Mastranza

La soprano Oksana Dyka ofrece una Turandot irregular. No es esto un eufemismo, sino una constatación de las luces y sombras, de la credibilidad y la estridencia, que aporta al personaje. Resulta preferible olvidar esa "Regia" inicial, cargada de numerosos defectos, destacando un color inarmónico en el registro agudo, carente de majestad y autoridad. Sin embargo, en la escena de los enigmas, logra una de las interpretaciones más creíbles que recuerdo. Más cómoda en la fiereza de las notas sostenidas y con un lenguaje corporal hipnótico, consiguió elevar al límite la tensión en toda la sala, algo que repitió también en el final del tercer acto. Frente a ella, el Calaf de Jorge de León mostró un arrojo bizarro, con una emisión poderosa y bien colocada, un notable uso del legato en los momentos más oportunos y, sobre todo, un magnífico empaste y complicidad con la princesa, cuyo canto mejoró siempre que estuvo acompañado del de su pretendiente.

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Oksana Dyka (Turandot) y Jorge de León (Calaf)
© Guillermo Mendo | Teatro de la Maestranza

La triunfadora de la noche en el terreno vocal fue, sin duda, Miren Urbieta-Vega en el siempre agradecido papel de Liù. Desplegó su hermoso timbre por toda la sala, con un uso emotivo de las dinámicas, tan solvente en la proyección plena como en la honestidad de esos pianos con los que compartió los tormentos anímicos de su personaje. Además, posee una gran presencia escénica, que, incluso en harapos, le roba protagonismo a la exuberante riqueza de los miembros de la corte.

El resto del reparto fue solvente. Cabe destacar la actuación de Manel Esteve como Ping, un excelente barítono que conjuga una voz rotunda con la flexibilidad suficiente para los momentos cómicos, e incluso una dulzura nostálgica en sus reflexiones al inicio del segundo acto. Merece, además, un segundo aplauso por haber sustituido en el último momento al titular del papel, quien se indisponía por sorpresa en la misma mañana de la representación.

Manuel de Diego (Pang), Jorge Franco (Pong) y Manel Esteve (Ping) © Guillermo Mendo | Teatro de la Maestranza
Manuel de Diego (Pang), Jorge Franco (Pong) y Manel Esteve (Ping)
© Guillermo Mendo | Teatro de la Maestranza

Pero si hay un elemento que consiguió aupar los esfuerzos colectivos de todos los artistas, fue la orquesta bajo la batuta de Gianluca Marcianò. Con una vocación clara hacia el espectáculo, apoyado sobre todo en metales y percusión, consiguió llevar al límite la rítmica y los decibelios, sin sacrificar los contrastes tímbricos, matices y sutilezas de la partitura. Proporcionó una verdadera inyección de energía a un coro lleno de arrojo, a la que parecieron sumarse todos los demás artistas, entregados a producir una noche memorable de emoción y adrenalina, de esas que crean afición y en las que es imposible abandonar el teatro sin una gran sonrisa.

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